Daniel Artana (*)
Los datos recientes de actividad económica y de inflación empiezan a revelar el agotamiento de la estrategia oficial. El PIB mensual acumula cuatro meses de caída, y el nivel de diciembre cerró 1,4% por debajo del promedio del año. Al mismo tiempo, la inflación de enero volvió al 6%, luego de dos meses de 5%. La información preliminar de febrero sugiere que será similar a la de enero. Algunos factores puntuales —como el precio de la carne— que habían ayudado a finales de 2022, se revirtieron.
Por otra parte, varios elementos generan tensión en las reservas internacionales y explican las negociaciones con el FMI por relajar la meta de acumulación de activos externos contemplada en el Acuerdo. La sequía reducirá las exportaciones del complejo agrícola en no menos de US$ 10.000 millones, los programas soja pierden potencia al reducirse los stocks acumulados y no queda mucho margen para repetir el endeudamiento comercial forzado con las casas matrices o los proveedores del exterior.
En ese contexto, el gobierno tendrá que optar entre que el receso se profundice o la brecha cambiaria se dispare, o un poco de ambas a la vez.
En el frente fiscal, los resultados de 2022 base Caja, mejores a la meta pautada con el FMI, rápidamente se revirtieron en enero de 2023: los ingresos se redujeron el 3% en términos reales y el gasto primario ajustado por inflación aumentó algo más del 6%. Los datos evidencian un aumento en la deuda flotante a finales del año pasado que se habría empezado a normalizar en el primer mes de este año.
Analizando los números fiscales en los once años que van desde fines de 2011 a fines de 2022 se puede observar que el Tesoro Nacional promedió un déficit global de 4,6% del PIB por año. Ese desequilibrio acumulado de casi 50% del PIB se financió con un aumento en la deuda del Tesoro de alrededor de 30% del PIB, mientras que los 20 puntos del PIB restantes se financiaron con impuesto inflacionario/señoreaje, en parte esterilizados con un aumento de pasivos remunerados del BCRA de 5% del PIB.
Un tercio del aumento en la deuda del Tesoro observado en ese período se explica por colocaciones intra sector público. El resto es mayor endeudamiento con organismos multilaterales, por el equivalente a 8% del PIB y el equivalente a 12% del PIB de aumento en la deuda con el sector privado. En esos once años, las reservas netas del BCRA se redujeron en 5% del PIB que, en parte, también pueden haber terminado financiando al Tesoro.
Es una verdad de Perogrullo que sin déficit no hubiera habido aumento de deuda pública y tampoco la inflación habría sido tan alta como fue. Además, es conocida la reducida capacidad de acceso a financiamiento del gobierno nacional, siquiera para renovar los montos de capital que vencen. La incapacidad de la dirigencia política de ponerle el cascabel al gato fiscal ha sido un problema repetido en la historia económica argentina.
La situación a hoy es preocupante, más allá de que el cociente de la deuda pública al PIB sea “bajo” en la comparación con otros países. Si no se pueden renovar los vencimientos de capital ese cociente es “infinitamente” alto. Nótese que, a fines de 2022, el Tesoro debía a organismos multilaterales alrededor de US$ 54.000 millones y al sector privado US$ 141.000 millones. De estos últimos, casi US$ 49.000 millones están emitidos en pesos, CER o dólar link, con vencimientos cercanos.
El margen de maniobra se ha reducido. Entre finales de 2019 y finales de 2022, los bonos ajustables por CER o tipo de cambio aumentaron en US$ 30.000 millones mientras que los emitidos a tasa fija cayeron en casi US$ 7.000 millones. Eso revela que el sector privado local busca protegerse de una licuación. Al mismo tiempo, los pasivos remunerados del BCRA aumentaron en US$ 35.000 millones y, desde hace algún tiempo, pagan intereses positivos en términos reales lo que genera un déficit cuasifiscal (ajustado por inflación).
Sin embargo, el gran corralón que impone un férreo control de cambios restringe el impacto de una posible corrida en el mercado de bonos. La brecha cambiaria es el costo a pagar si alguien desea dolarizarse y ese costo ajusta inmediatamente si todos quieren correr al mismo tiempo. El gobierno mostró, en los últimos meses, que prefiere monetizar la deuda local a reperfilarla, y eso se refleja en una brecha cambiaria elevada.
Los pasivos remunerados del BCRA pueden ser vistos como el instrumento por el cual los depositantes terminan financiando al fisco. Y lo descripto en el párrafo anterior opera también como restricción: si los depositantes quieren correr, ajusta el precio de salida (la brecha) en forma automática y, en algún momento, ello debería frenar la salida.
Lo que no puede es evitarse el daño colateral del gran corralón. Con los controles cada vez más intrusivos, la economía no puede crecer. Nos movemos en una economía de “búsqueda de rentas”.
Este gobierno no va a modificar el statu quo. En parte, por la errónea percepción de que los controles no son tan dañinos, y en parte, porque juega a pasarle los costos de sincerar las variables al gobierno que lo suceda.
El próximo gobierno puede elegir por continuar con un férreo control de cambios que asegure una demanda cautiva de financiamiento para el fisco. Ese no parece un camino promisorio. Aún con términos del intercambio récord, la economía ya enfrenta restricciones para sostener la actividad, la renovación de deuda se hace más costosa y la brecha es muy alta.
En cambio, si las autoridades que asuman el 10 de diciembre quieren desregular rápido el mercado de cambios, deben lograr la credibilidad suficiente para que aparezca financiamiento voluntario, al menos del capital que vence. Ello requiere de un programa que resuelva el problema fiscal y que, al mismo tiempo, contenga reformas estructurales que sugieran, con elocuencia, que pasaremos de una economía de “búsqueda de rentas” a una que ponga el foco en las mejoras en la productividad. El riesgo es que, a pesar de todo ello, no haya la credibilidad suficiente para que se sostenga la demanda de activos en pesos.
La tercera opción es ir por la vía del medio, relajando en forma paulatina los controles de cambio hasta que maduren las reformas pro crecimiento y pro solvencia fiscal. El riesgo es que la dirigencia política se contente con algunos modestos logros iniciales, se demoren las reformas y volvamos a brechas cambiarias elevadas. Y que el sector privado, en un modo “ver para creer” demore sus decisiones de inversión y empleo.
La primera opción es inviable y la tercera es más cómoda en el corto plazo, pero más riesgosa para el mediano y largo plazo. Ya probamos la amarga medicina de la inacción esperando que la planilla de Excel resuelva los números con la magia del interés compuesto. La segunda opción, la más agresiva, puede parecer un salto al vacío, pero un mandato electoral contundente debería proveer al paracaídas necesario para poder avanzar con las reformas que tanto necesita la economía argentina.
(*) Daniel Artana es Economista Jefe de FIEL, Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas, de Argentina.