El reciente fraude electoral en Venezuela es una característica recurrente del populismo, sea de izquierda o de derecha. Fruto de una postura del líder y su séquito, al considerarse que están por encima de cualquier institucionalidad vigente, autoerigirse como representantes legítimos de los segmentos sociales más desposeídos, los únicos capaces de conducirlos al nirvana del bienestar social merecido y protegerlos de un mundo externo causante de muchos de sus problemas.
Sobre esa tónica se han plasmado varios episodios similares, con el ejemplo paradigmático del asalto al Capitolio en Estados Unidos el 6 de enero de 2021, alentado por el Presidente Trump como hecho posterior a que hubo fraude electoral en su contra. Oel asalto al Congreso, Palacio de Justicia y del Poder Ejecutivo en Brasilia en 2023 por huestes de Bolsonaro, días después que asumiera Lula, bajo el mismo mantra de un fraude electoral que destituyó al líder legítimo.
Sin duda, dos ejemplos de otros muchos, de una debilidad latente creciente que muestran las democracias occidentales, que se despierta cuando se acumula descontento de segmentos de la población que se sienten postergados o afectados por alguna circunstancia externa. Sin duda, estamos ante una bifurcación de caminos, donde cualquier equivocación o renuncia en la consolidación de los preceptos básicos del funcionamiento de una democracia liberal puede ser letal. Después de la caída del Muro de Berlín, el mundo se inundó de optimismo, de que la democracia liberal se había impuesto como forma de gobierno y que, desde ese entonces, las sociedades convergerían naturalmente hacia un dogma de organización social, donde se entrelazan la economía de mercado y sistemas políticos de democracia plena.
El populismo, además del daño institucional que ocasiona, tiene un costo económico relevante, que al final pagan a quienes dicen representar y defender.
En el caso venezolano, la disrupción económica provocada por la emigración de más de 8 millones de ciudadanos sobrepasa lo que es medible por la caída anual de su PIB, pues se trata de una pérdida de capital social, generalmente el mejor entrenado, que medra en el crecimiento futuro del país. Y el episodio actual puede profundizarlo aún más.
Más cercano, Argentina es otro ejemplo relevante. El populismo encarnado en el kirchnerismo fue desplazado del poder por una crisis económica que llegó al borde de la hiperinflación, después de sumir a ese país en más de dos décadas de estancamiento. La destrucción o no generación de riqueza fue enorme, hecho recogido en que más del 50% de su población está por debajo de la línea de pobreza, cuando no hay causas materiales ni de falta de mercados para conducirlo a esa situación. Eso trasciende cualquier medición tradicional de un flujo de pérdida de ingreso, pues la pobreza creciente es la representación de una sociedad que diluye el entramado de su capital social constituido por educación, salud, necesidades satisfechas, para ubicarse en niveles cada vez más bajos que son difíciles de revertir.
Esas realidades cercenan el potencial de crecimiento de cualquier sociedad, más en aquellas pertenecientes a economías emergentes, donde su tejido social está en proceso de formación. Reabsorber bolsones de pobreza de envergadura integrándose a una sociedad que para crecer necesariamente debe ser dinámica agrega otro grado de complejidad, al ya complejo tema de resolver una crisis como la que impera hoy en Argentina.
Una vez más, estas realidades son una advertencia y una toma de conciencia de donde estamos parados como sociedad y como país.
Cualquiera de los escenarios citados, felizmente están lejos de nuestra realidad política.
Desconocer un resultado electoral, birlar una elección o cuestionar al sistema democrático está erradicado de nuestro imaginario político y nuestra conciencia como sociedad. Cuando ocurrió, lo pagamos muy caro. Lo que no implica bajar la guardia para erradicar de cuajo cualquier atisbo de afrenta a la democracia, o aparición de formas de populismo económico. Pues todo tiene un comienzo.
El contexto macroeconómico vigente, más allá de sus resultados o correcciones necesarias para consolidar su fortaleza, es un activo de enorme valía cuando se comparan realidades cercanas que nos transportan a traspiés que superamos muchos países de la región —y también nosotros— hace décadas. Verlas es una lamentable vuelta al pasado en pleno siglo XXI, fruto de la aplicación de políticas económicas populistas. Arriesgar ese activo intangible integrado por una buena macroeconomía, la operativa de un orden institucional con plena separación de poderes y el imperio irrestricto de la ley, es un daño costoso de difícil reversión.
Sobre este cúmulo de valores alrededor de los cuales nos auto percibimos como país, se encolumnan, sin distinción, las grandes mayorías que integran nuestros partidos políticos. Ellos son los guardianes de erradicar cualquier desvío. Hoy más que nunca se resalta el valor de una episodio electoral pacifico, donde todos opinan libremente y nadie pone en duda el acatamiento de su resultado. Hemos naturalizado algo que en muchos países luce exótico, hasta convertirlo en un episodio reiterado con carácter de fiesta cívica. Ese capital que nos hemos auto legado a lo largo de generaciones tiene un valor intangible superior a la de cualquier dotación de recursos naturales. Condición que debemos aprovechar para movilizarnos y sacar provecho de un mundo cada vez más complejo.