Escribo esto el domingo 13, dos semanas antes del día de las elecciones. Si bien las encuestas apuntan a un determinado resultado, éste no será cierto hasta que se abran los sobres. Sin embargo, podemos saber cómo será el próximo gobierno, independientemente de ese resultado. Como he sostenido reiteradamente en estas columnas, considero que los políticos uruguayos y sus partidos y coaliciones son más parecidos que distintos entre sí, en esta penillanura suavemente ondulada, reino del lucro cesante y de la auto complacencia.
Pues, entonces, paso a contarles qué nos espera para el próximo quinquenio, que a diferencia de aquellos que coronaban a nuestros cuadros grandes, poco y nada tendrá de áureo. Dicho sea de paso, asumo que no “ganará” el SI a la reforma previsional que se plebiscita, lo que complicaría las perspectivas de manera considerable.
La esencia del próximo gobierno es previsible, independientemente de quién lo ejerza, porque ambas coaliciones tienen un denominador común que les resulta satisfactorio. Hay un consenso sobre el “modelo”, con Estado presente y amplia oferta de políticas públicas, propio del ADN social estatista batllista que les es común a tirios y troyanos. También comparten las dificultades para hacerlo sostenible, en la medida que a todos les rechinan, más o menos, las reformas pro mercado y con aroma a libertad que son necesarias para ello. Les gusta el destino, pero no quieren pagar los peajes. Además, en ambos bandos falta el liderazgo que podría cambiar la pisada, corriendo la frontera de lo políticamente posible. De este modo, en lo que va del siglo se sucedieron gobiernos de los tres principales partidos sin que nada sustancial ocurriera, sin que cambiara el Estado y sin que se viera reducida significativamente la lista de pendientes.
Pero está claro que no son idénticos. Hay semejanzas, pero también existen diferencias en las dos coaliciones que disputan el poder. Entre los parecidos, destacan las mismas políticas y los mismos resultados; un país caro (por Estado obeso, dólar barato y vacas atadas) donde se debe subsidiar a la inversión para que sea rentable; la falta de reformas pro crecimiento y el resultante lucro cesante. Pero, eso sí, todos complacidos por ser tuertos en tierras de ciegos, que no es otra cosa que esto la América Latina, un pésimo benchmark.
¿Y las diferencias? El Frente Amplio pone el énfasis en la redistribución del ingreso y la riqueza subiendo impuestos; promete una mayor injerencia de los gremios, en particular en la enseñanza; plantea revertir las reformas light de la Coalición Republicana (la “Transformación Educativa” y la previsional, “aguada” según Lacalle Pou); y promueve (con razón) corregir la inefectiva regla fiscal y algunas pautas de la inclusión financiera que implicaron retrocesos.
El próximo quinquenio no amanece bien. El mundo crece moderadamente, los estados están muy endeudados y hay riesgos de que resurja la inflación. Hay complicaciones geopolíticas por doquier y el proteccionismo vive y lucha. En el vecindario, mientras que no hay razones para esperar que Brasil acelere su magro crecimiento tendencial, en Argentina la moneda está en el aire y cómo caiga dependerá no sólo de las políticas económicas, que pintan bien, sino del humor de su presidente, que insulta mucho y se deja ayudar poco. Cinco años son demasiado tiempo, pero en el futuro previsible no se perciben vientos que nos impulsen… y no le hemos puesto motor a nuestro velero.
El próximo gobierno se estrenará con restricciones fiscales y tendrá sobre su cabeza la Espada de Damocles de la nueva fiscalidad internacional. El necesario ajuste, en principio, sería por el lado del gasto, ojalá que sea permanente y no otro resorte que se comprime por un rato. Pero sabemos que nuestros políticos son resistentes a ajustar el presupuesto, por lo que, si no van a subir impuestos, se la jugarán “all in” al eventual crecimiento de la economía.
Y las cosas no están dadas para un crecimiento destacado. Se habla de una tasa de largo plazo del 2,5%, pero con menos inversiones (lo que debería ocurrir si se abaten los muy generosos beneficios fiscales) y el menguado tipo de cambio real, dudo que se pueda sostener esa tasa como tendencial.
Por otro lado, aun creciendo al 2,5%, no alcanzaría para satisfacer la demanda de políticas públicas, en particular por el lado de la pobreza “estructural” de casi 10% según el ingreso monetario y por lo menos cinco puntos más si se la calcula con un criterio multifactorial, como nos enteraremos en el próximo verano.
Por lo que, a la larga, o se suben impuestos, o se mantendrá el déficit en torno al 4% del PIB, con cargo a más deuda pública. Como pasó en el período que fenece.
Por el lado de la inflación, unos y otros hablan de volver a bajarla otros dos o tres puntos. Porque, claro, haberla bajado del 8% al 6% luce más parecido a “el camino es la recompensa” que a haber ganado un campeonato. Pero, ¿cuál es la receta para seguir hacia abajo? Ya vimos la magnitud del daño colateral sobre el tipo de cambio real, de la mezcla de políticas aplicada. ¿Habrá respaldo político para cambiar esa mezcla, con una política monetaria más laxa y políticas fiscal y salarial más ortodoxas? Lo dudo. Y de recuperar el tipo de cambio real perdido, ni hablemos.
Ya vimos lo fiscal, ¿y lo salarial? Con crecimiento relativamente bajo, se requiere prudencia con el salario real si no se quiere repetir la historia de 2015 a 2019, con cuantiosas pérdidas de empleos. A todo esto, ¿le llegará el fin a la indexación? ¿se tomará en cuenta la casuística de realidades diversas en un mismo sector?
Sin reformas pro crecimiento que resulten significativas, el mejor pronóstico consiste en esperar más de lo mismo que ya conocemos. Y lo que puede cambiar el telón de fondo es, como siempre, la generación de shocks externos de ambos signos que puedan venir desde el mundo y el vecindario.