OPINIÓN
Invertir en primera en los níños más pequeños siempre asegura una buena tasa de rentabilidad para los fondos públicos.
Se enfocaron en mejorar las habilidades blandas y la capacidad de autocontrol de los niños. Treinta años más tarde, sigue presente el efecto positivo sobre su educación e ingresos. La tasa interna de retorno de esta inversión es de 17%. Y las lecciones aprendidas con este programa son de utilidad también para Uruguay.
Estos descubrimientos acaban de hacerse públicos en el estudio The Impact of Childhood Social Skills and Self-Control Training on Economic and Noneconomic Outcomes. Apareció en la edición de agosto de la American Economic Review.
Hasta el momento, no existían estudios serios que demostraran que enfocarse exclusivamente en habilidades blandas en los primeros años de vida podría tener efectos claros en la edad adulta.
La investigación citada emplea datos administrativos acerca de las personas que pagan impuestos. Estudia el efecto de un programa psicosocial implementado en Montreal en los años ´80. El foco eran los niños que vivían en contextos críticos. El propósito, ayudarles a mejorar su conducta y evitar comportamientos riesgosos. El programa consistía en mejorar las habilidades blandas y el autocontrol. Duración del programa: dos años.
Experimento
No existía la capacidad para atender a todos. Entonces, a principios de los años ´80, tomaron miles de niños y, para cada uno, tiraron una moneda. Si salía “cruz” entraba en el programa. Si salía “cara” no entraba en el programa. Esto permitió, al pasar los años, comparar a los niños que salieron sorteados para entrar al programa respecto a los que no tuvieron esa suerte.
Efectos durante la adolescencia
Los niños entraron al programa cuando tenían entre 7 y 9 años. Los investigadores canadienses y franceses que lideraron el estudio construyeron indicadores para medir el impacto del programa cuando esos niños pasaban a ser adolescentes. Encontraron que estos adolescentes mostraban mayor autocontrol (especialmente en términos de menor agresividad y mayor atención) y habilidades pro sociales (por ejemplo, confianza), en comparación a quienes no fueron sorteados para participar en el programa. Más aún: cuando los adolescentes del programa cumplían 17 o 18 años, mostraban mejores calificaciones en el liceo y menores tasas de repetición.
Esto sugiere que el empuje inicial en las habilidades blandas potenció su aprovechamiento de la educación formal. Incluso cuando estos cumplen entre 20 y 24 años se observa que, en una mayor proporción, reportan ser miembros de algún grupo social (deportivo, religioso, barrial, etc.): parecería que esas habilidades blandas, aprendidas cuando tenían entre 7 y 9 años, los hicieron más “sociables” al convertirse en “jóvenes adultos”.
Los chicos crecen ¿Qué pasa cuando esos niños que participaron del programa de habilidades blandas pasan a ser adultos? ¿Siguen presentes los efectos positivos del programa o se van desvaneciendo y terminan desapareciendo?
Para responder esta pregunta, los autores de la investigación hacen un acuerdo con el Instituto de Estadística de Canadá. Acceden a toda la base de datos de ingresos personales. Esto les permite comparar, cuando cumplen 39 años, a aquellos que entraron al programa respecto a los que no entraron al programa en el lejano 1980. Los investigadores franceses y canadienses encuentran que el programa impactó fuerte y positivamente sobre el empleo, los ingresos, las contribuciones a la seguridad social y la estabilidad familiar. Además, redujo la necesidad de recibir transferencias del Estado.
Comparan cuánto costó el programa y cuáles fueron los beneficios. Llegan a la conclusión que, por cada dólar invertido en el programa, se obtienen once dólares de beneficios cuando cumplen los 39 años de edad.
Los secretos del programa. Las sesiones de entrenamiento para niños de 7 a 9 años en habilidades blandas y autocontrol tenían lugar en la escuela (fuera del salón de clase), en grupos de 4 a 7 niños. Cada grupo estaba compuesto por uno o dos niños en situaciones de riesgo, que son el foco del programa, y el resto de los niños era niños con buenas capacidades sociales seleccionados por los maestros. Con esto se buscaba ofrecer a los niños en riesgo el ejemplo positivo de otros compañeros. Además, se conseguía así evitar estigmatizar a los participantes del programa: nadie podría “etiquetarlos” como “el grupo de los que se portan mal”.
Las sesiones eran semanales, de 45 minutos. Cada sesión estaba dirigida por un licenciado en trabajo social y por un psicólogo. El programa en total duraba dos años. Tenía un componente de capacitación también para los maestros y los padres. Durante el primer año, se ofrecían nueve sesiones de entrenamiento en comportamiento social. Se enseñaba, por ejemplo, a cómo invitar a otro niño a jugar, a cómo preguntar “por qué”, a cómo agradecer, a cómo ayudar. El segundo año incluía diez sesiones de estrategias de autocontrol: cómo reaccionar ante las bromas que nos hacen, cómo reaccionar cuando estamos enojados, qué hacer cuándo otro niño rechaza la invitación a jugar. Para cada situación, los niños debían revisar las maneras de resolver el problema, identificar las intenciones de la otra persona, analizar sus propios sentimientos, sugerir distintos planes de acción, anticiparse a sus consecuencias, etc. Y se animaba a los niños a aplicar, durante la semana, lo aprendido en la sesión.
El impacto positivo, en las trayectorias de vida de los niños en riesgo, ya es un punto a favor de este programa. Pero también el programa es atractivo desde un punto de vista estrictamente económico: invertir en primera infancia asegura una buena tasa de rentabilidad para los fondos públicos.