Opiniòn
Adecuar el régimen de retiros y atender el frente fiscal.
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Hemos visto, en columnas anteriores, que 2021 será un año decisivo para el país: en él se definirá si seguiremos viviendo tiempos de lucro cesante o si, en cambio, el país pondrá el pie en el acelerador de la estabilización y las reformas.
Se verá si el gobierno cumple con su promesa insignia de la campaña electoral, de bajar el gasto en más de US$ 900 millones (obviamente, sin contar los gastos extraordinarios y transitorios asociados al combate a la pandemia) de lo que hasta ahora se ha visto muy poco, de modo de poder cumplir con la (postergada) meta fiscal sin subir los impuestos. Se sabrá también si la desindexación habrá sido apenas una anécdota del “año puente” o si en cambio llegó para quedarse. Y, muy ligado a esto, si la inflación efectivamente habrá de bajar o seguiremos navegando por “zonas de confort” por encima de rangos meta. También podremos conocer el impacto de abrir las fronteras, cuando la evolución de la crisis sanitaria lo permita, con disparidades cambiarias considerables con los vecinos y en particular con Argentina.
Desde la política, seguiremos averiguando cuánto más puede dar esta coalición de diversos con poca base común en materia ideológica, en un contexto donde se deberá seguir gestionando la escasez y donde los tiempos de luna de miel, extendidos por la buena gestión inicial de la pandemia y un buen manejo del tema “herencia”, estarán llegando a su final.
Algunas de estas cosas jugarán en la próxima instancia presupuestal, la rendición de cuentas, que el presidente deberá ir pensando si no le conviene evitarla, mandando al Parlamento el 30 de junio próximo un proyecto de ley con un solo artículo. Abrir la discusión presupuestal cuando no hay recursos y cuando se insinúan tempraneros “perfilismos” políticos dentro de la coalición es lo más parecido a jugar con fuego. Y, con un pie en la economía y otro en la política, estará la definición de la reforma de la seguridad social, imprescindible, un cuarto de siglo después de la última.
Cuando se aprobó la reforma de 1995, el gasto en pasividades alcanzaba a 11,5% del PIB, en un gasto del sector público no financiero de 28,5% del PIB. La inflación, en proceso de caída, haría subir todavía más aquel rubro, dada su indexación a los salarios. En ese momento, la reforma, que introdujo el pilar de capitalización, logró revertir esa tendencia y reducir el peso de aquel rubro: en 2008, se llegó al mínimo de 8,3% del PIB, que, al sumar las transferencias a las AFAP, se elevaba al 9,5% del PIB, dos puntos menos que en el pico pre reforma. En 2008 el gasto apenas se había movido en dos décimas, a 28,7% del PIB y los pagos de intereses del gobierno, tras la crisis de 2002, habían pasado de 1,4% del PIB en 1995 a 2,9% en 2008.
Pero el panorama cambió en 2008, con la llamada “ley de flexibilización” que aumentó el gasto previsional. Un segundo gol en contra vino años más tarde, con la “ley de cincuentones”, cuyo desfinanciamiento recién quedará en evidencia dentro de unos años. Así llegamos, en 2020 (12 meses a noviembre), a un gasto en pasividades de 10,0% del PIB más 1,8% del PIB en transferencias a las AFAP, por lo que ya estamos por encima de 1995. Desde 2008 el gasto público subió, ubicándose ahora en 32,8% del PIB y destacándose el aumento desde entonces en el “seguro de enfermedad” debido a la universalización del Sistema Nacional de Salud (pasó de 2,2% del PIB en 2008 a 4,4% en 2020) aunque también subieron otros rubros como “remuneraciones”, desde 4,6% del PIB en 2008 a 5,2% en 2020.
La reforma de 1995, además de introducir el pilar de capitalización, revisó los parámetros relevantes para la determinación de la jubilación, de modo de incentivar retiros más tardíos.
25 años y una generación después, una nueva reforma es imprescindible de modo de volver a ajustar esos parámetros (¿y subir las edades mínimas para el retiro?), desfacer entuertos (contenidos de la ley de 2008) y completar la reforma del `95 incorporando al resto del sistema, “extra-BPS”.
Una (buena) reforma previsional tendría en este momento una doble virtud: por un lado, adecuar el régimen de retiros a la realidad de la sociedad, que vive más tiempo y con mejor salud que en el pasado. Debe hacerse con justicia, tratando de modo similar a situaciones similares, sin hijos y entenados, pero también reconociendo situaciones diversas por sus especificidades, como en aquellos casos en que la naturaleza del trabajo amerita consideraciones especiales en la edad de retiro.
Por otro lado, está el tema fiscal. Una reforma previsional no se hace para el corto plazo, para mejorar el déficit fiscal del año que viene. Por su naturaleza los cambios producen ahorros con gradualidad. De hecho, lo hizo muy bien entre 1995 y 2008. Pero eso no implica que no sea de interés en materia fiscal, dado que la inter temporalidad resulta clave en esa materia: bajar el déficit de mañana con una reforma hoy, vale, pues se está bajando la deuda pública implícita en el sistema previsional.
En el caso de nuestro país, donde las pasividades son beneficiarias de las ganancias de productividad de los activos, al estar indexadas a sus salarios y no a la inflación, la necesidad de una reforma que abata el gasto es aún más imperiosa.
Por último, la reducción del gasto en pasividades que se debe lograr con una reforma del sistema, generaría el espacio fiscal que será necesario para poder atender otras demandas en materia de políticas públicas.