Consolidación fiscal y normalización monetaria

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Foto: Pixabay

OPINIÓN

Ni reglas estrictas, ni discrecionalidad absoluta, parecen guiar a los países mejor orientados.

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Ante una crisis sin precedentes en un mundo tan globalizado, los gobiernos y bancos centrales reaccionaron a nivel mundial con políticas de demanda fuertemente expansivas en materia fiscal, monetaria, crediticia y de liquidez. Los impulsos fueron heterogéneos y estuvieron condicionados por el tipo de país (desarrollado o emergente), el efecto de la pandemia, los desequilibrios previos (fiscales e inflacionarios), las institucionalidades vigentes y los ahorros acumulados.

En medidas de liquidez y apoyo al crédito, el despliegue fue más potente y rápido que en la crisis de 2008, en parte por disponer de dicha experiencia, e incluyó innovaciones y tratamientos focalizados, por la disparidades sectoriales y sociales del impacto económico de la pandemia.

En lo fiscal, en los países con reglas se aplicaron las cláusulas de escape donde las había o se apartaron de hecho si no estaban contempladas, mientras que el resto mantuvo la discrecionalidad.

Por último, en lo monetario, si bien los estímulos fueron inéditos, con tasas de interés largamente negativas en términos reales, y medidas no convencionales, los principales bancos centrales globales mantuvieron cierta orientación en las reglas de política y se mostraron confiados de que el impacto sería mayor que en la crisis financiera por la fortaleza de los bancos. Esto apalancó los impulsos y elevó los multiplicadores monetarios, muy por encima de lo observado en 2008-09.

Como resultado, si bien las políticas implementadas no impidieron las agudas caídas del PIB y el empleo, mayoritariamente determinadas por el shock de oferta asociado a las restricciones de movilidad, atenuaron parte de las consecuencias negativas sobre la demanda.

En paralelo, la vacunación —cual “política de oferta”— se va transformando en el mayor impulso, en la medida que el logro de los umbrales de inmunidad va levantando restricciones, favoreciendo la actividad y recuperando la demanda interna, sobre todo en los sectores de servicios. Así lo sugieren países líderes en ese proceso, como Israel (usando Pfizer), Reino Unido (AstraZeneca) y Estados Unidos (con Pfizer, Moderna y Johnson & Johnson)

Con todo eso, a un año del peor momento de la crisis global, la actividad mundial ya se ubica en este segundo trimestre por encima del nivel pre pandemia, aunque con gran heterogeneidad, tanto sectorial como geográfica. Mientras en China el PIB está cerca de 10% superior al máximo previo y en Estados Unidos 1,5% superior, en Japón, Europa y América Latina aún no han revertido completamente la caída. Por su parte, como es habitual, la recuperación del mercado laboral viene rezagada respecto a la actividad, con el empleo, el desempleo y el subempleo lejos de normalizarse.

Sin embargo, el rebote fue más rápido respecto a otras crisis en los índices bursátiles estadounidenses y en los precios de commodities. Esto no solo sigue anticipando la prolongación del dinamismo de la actividad, sino que —como buenos indicadores líderes— también sugieren la necesidad de ir planificando el retiro de los estímulos.

Hay bastante consenso respecto a que las políticas (expansivas) de demanda inciden con rezagos largos y variables. La evidencia es abundante para la política monetaria y sus efectos en la inflación. Para la política fiscal, donde el impacto suele ser más inmediato, el uso masivo de transferencias personales en esta crisis, sobre todo en los países desarrollados, donde mayoritariamente se han ahorrado, mantiene la expectativa de mayor consumo con la reapertura de actividades y mayor movilidad.

Es así como el incipiente debate sobre los procesos de consolidación fiscal y normalización monetaria parece plenamente justificado. No necesariamente para concretarlos en forma inminente o acelerarlos donde ya comenzaron, sino porque —más allá de la incertidumbre aún reinante— una buena y creíble estrategia de salida potencia los márgenes y acciones de las políticas en el corto plazo.

Ni reglas estrictas, ni discrecionalidad absoluta, parecen guiar a los países mejor orientados. El concepto de discrecionalidad restringida mantiene plena vigencia tanto para el manejo de las finanzas públicas como la gestión monetaria.

Para la consolidación fiscal, la introducción de reglas o fortalecimiento de las actuales, con anclas adicionales, junto a una mejor institucionalidad y señales creíbles de reducción del déficit estructural y estabilización de la deuda neta, parece clave. Porque no solo asegura la sostenibilidad fiscal de largo plazo, sino que también atenúa los costos inmediatos. Permite tolerar mayor déficit y endeudamiento, sin tanto impacto sobre la calificación crediticia, las tasas de interés y las condiciones de financiamiento.

Para la normalización monetaria, los principales bancos centrales, luego de retirar las medidas de liquidez y el apoyo al crédito, se seguirán orientando (acertadamente) en reglas de política que ponderen en forma adecuada la capacidad ociosa y las expectativas de inflación. Sin desanclaje en las metas de largo plazo, el retiro de los estímulos sería lento y el impulso del PIB mayor. Con riesgo de desborde inflacionario estructural, es preferible y menos costoso a la larga, ir actuando desde ya, como Brasil e Islandia, o moderando los sesgos expansivos, como el Banco de Canadá y Nueva Zelanda.

En definitiva, tanto en la consolidación fiscal como monetaria, las señales tempranas y creíbles de acción favorecen —más que abortan— la sostenibilidad de la reactivación. Y de paso, reenfocan a los gobiernos en aquellas políticas que elevan el crecimiento económico en forma permanente.

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