OPINIÓN
Los atajos fáciles no conducen a ninguna parte.
El presidente Biden quiere acabar con la era de los gobiernos pequeños. Sin atreverse a formularlo explícitamente, porque la palabra sigue siendo tabú en la política norteamericana, su activismo económico tiene clara inspiración en la socialdemocracia europea, aunque tal vez en una versión del siglo pasado. En ese marco mental, uno de los problemas seculares de la economía americana es su baja presión fiscal, apenas el 26% del PIB, cuando la media en la Eurozona por ejemplo es del 41%. Cree el presidente que la tragedia económica y social que ha supuesto esta terrible pandemia le ofrece una oportunidad histórica. La sociedad parece demandar más Estado, más gasto público, un programa de casi US$3 trillones, más intervencionismo económico, suspender las patentes en las vacunas, y obviamente más impuestos, que paguen los ricos.
El programa fiscal se he cebado en las empresas, quizás porque la aceptación política de una mayor presión fiscal sobre las personas físicas es aún muy baja en Estados Unidos. Las empresas son ricas y poderosas, muchas han crecido en tamaño y rentabilidad con la globalización y la digitalización, algunas incluso se han enriquecido con el COVID-19. Sus ingentes beneficios, sus crecientes utilidades, son una tentación evidente para todo gobierno ávido de ingresos con los que financiar una expansión histórica del gasto público en infraestructuras, una indudable necesidad, y en atender las nuevas demandas sociales.
El primer problema para aumentar los impuestos a las empresas es lo que los economistas llamamos la elevada movilidad del capital, que en palabras sencillas quiere decir que los gobiernos tienen miedo de que las empresas se fuguen a los países con los impuestos más bajos. Irlanda es un ejemplo que en Europa se cita constantemente en el debate político. Ese país ha hecho una apuesta decidida y exitosa por convertirse en sede de las multinacionales americanas en Europa manteniendo una tasa sobre las utilidades del 10%, incluso en los momentos más difíciles de su crisis bancaria y fiscal y a pesar de tener que ser rescatada por sus socios comunitarios. Panamá, o Chile en su momento, pudieron ser ejemplos parecidos en la región latinoamericana, aunque con las propias diferencias de no pertenecer a una unión comercial y monetaria.
Dumping y competitividad fiscal son dos palabras muy diferentes, y con connotaciones éticas opuestas, pero sirven para describir el mismo fenómeno. Las empresas buscan localizarse allá donde puedan minimizar su carga fiscal. Intentan aprovechar la necesidad de capital e inversión de los países para hacer arbitraje fiscal. Parece lógico pues que la comunidad internacional busque una mínima coordinación en materia fiscal que evite caer en una competencia a la baja que lesione la capacidad fiscal de todos. De la misma manera que el FMI nació para evitar las guerras comerciales mediante las devaluaciones competitivas y la manipulación de los tipos de cambio, la OCDE lleva años trabajando en la armonización internacional de los impuestos sobre las empresas para evitar una guerra fiscal. Pero es un camino largo y difícil.
Los esfuerzos de la OCDE se han visto claramente fortalecidos por el anuncio del presidente Biden de pedir al mundo un tipo mínimo del 21% en el impuesto sobre los beneficios empresariales; tasa que quiere subir al 28% en su país en esta legislatura. Una tasa del 28% no parece a priori excesiva en América Latina. Es la tasa nominal en Perú, México tiene el 30%, Argentina 31%, Colombia 32%. Un primer análisis nos llevaría a pensar que la subida en EE.UU. no afectaría per se a la competitividad de los países de la región. Y si acaso, les podría beneficiar en la medida en que les haría fiscalmente más atractivos. Salvo que obviamente se contagien y suban también los impuestos a las utilidades, como parecen querer muchos actores políticos.
Pero las cosas no son tan sencillas. El tipo impositivo es solo uno de los componentes de este impuesto, y ni siquiera el más importante a la hora de determinar la localización concreta de las empresas multinacionales. Armonizar tipos es lo más fácil, lo mas cosmético, pero puede ser completamente irrelevante. Sirva como ejemplo la experiencia europea, una unión política que ha visto estos últimos años importantes cesiones de soberanía nacional a las autoridades europeas en materia monetaria, bancaria, y hasta fiscal, pero que ha sido incapaz de avanzar en la armonización de impuestos, el último reducto de la soberanía nacional. La UE no ha podido unificar los tipos impositivos sobre sociedades, ni siquiera fijar un tipo mínimo, ni acordar una banda de tipos aceptables.
Y no lo ha sido, porque es un atajo ficticio y hasta contraproducente. Lo importante no es acordar cuánto se grava, sino qué se grava, no la tasa sobre las utilidades sino lo que entendemos por utilidades. La definición concreta de la base imponible varía intensamente de un país a otro, porque responde a complejas evoluciones históricas y sociales, a diferentes estructuras productivas y financieras. Sin ánimo de exhaustividad ni entrar en complejidades técnicas, déjenme que les ponga un par de ejemplos de temas que son tratados de manera que da lugar a volúmenes de beneficios fiscales muy diferentes, siendo una misma realidad empresarial. Hay países en los que solo están sujetos a impuesto los beneficios que se distribuyen a los accionistas. Países que entienden que se trata de un impuesto instrumental, una especie de retención en la fuente de las rentas de los propietarios del capital y entienden que los beneficios no repartidos son una forma de autofinanciación y fortalecen la capacidad del tejido empresarial para hacer frente a la volatilidad de la disponibilidad de capital externo. Países como los nórdicos que tienen tasas impositivas altas, pero sobre una base muy reducida, una definición muy restrictiva del beneficio a efectos fiscales. Países que aparecen como de alta presión fiscal cuando en la práctica son casi un paraíso fiscal para las empresas.
Hay otros países que limitan los pagos de intereses como gasto fiscalmente deducible, o ponen trabas a la libertad de amortización. Aumentan así el beneficio fiscal y normalmente lo acompañan de una tasa impositiva bajas. Aparecerían así como insolidarios y practicantes de un cuasi paraíso fiscal cuando de facto tienen una tributación muy exigente. Otros no aceptan deducir los impuestos pagados por las empresas fuera de su territorio y engordan así el beneficio fiscal de los residentes. Podría seguir con muchos más ejemplos de la compleja realidad fiscal internacional, pero creo que son suficientes para concluir que en materia fiscal la simplicidad aparente es normalmente un señuelo, una manera de despistar, un engaño, puro populismo.
La comunidad internacional se beneficiaría de una cierta armonización de la imposición sobre las utilidades empresariales. No tanto de su homogeneización, porque una cierta competencia fiscal es deseable, castiga a los gobiernos irresponsables y fomenta la experimentación y las buenas políticas. Pero es un tema técnica y políticamente muy complejo. No por correr mucho se llega más lejos. Armonizar sólo los tipos es inútil y puede ser contraproducente. Es puro populismo fiscal, puede ser populismo bien intencionado, ingenuidad benevolente, pero no por ello menos equivocado o peligroso. Los atajos fáciles no conducen a ninguna parte.
(*) IE University & Business School