OPNIÓN
No basta el esfuerzo por cambiar un rumbo si no logramos convencer a quienes, sin tener firmes posiciones ideológicas, se oponen.
“…y lo que parece atraso suele transformarse pronto en cosas que para el tonto son causa de su fracaso”. Alfredo Zitarrosa.
De las discusiones derivadas de la epidemia que nos afecta, pocas me han llamado tanto la atención como las vinculadas al incremento de la desigualdad de ingresos que se pueda generar. ¿No nos distraerá de asuntos más apremiantes? La insistencia en torno a la desigualdad ha quizá alienado a quienes en su comienzo compartían que era necesario un esfuerzo por disminuir brechas de ingreso, aún si esa redistribución no se enfocaba solamente en los más carenciados.
Sabemos poco o nada acerca determinantes básicos de las desigualdades en nuestro país. Por ejemplo, ¿cuánto se debe a la inversión de las madres y padres? ¿cuánto al entorno donde crecimos? Y las discusiones, salvo excepciones, se han abstraído de considerar brechas de ocio, de consumo e incluso de mortalidad, aspectos fundamentales a lo largo del ciclo de vida y que, a diferencia del ingreso, suelen ser objetivos y no instrumentos.
Dado lo poco que sabemos acerca de las causas y consecuencias de la desigualdad, me sorprende la actitud hacia quienes no comparten nuestras preferencias. Quizá haya que sincerarse y reconocer que, per se, preferencias por niveles de igualdad no determinan la calidad humana. Entender posiciones contrarias se vuelve entonces condición necesaria para una introspección, algo indispensable para entablar cualquier debate. A medida que pasa el tiempo, quienes no comparten nuestras posiciones ya escucharon todos los eslóganes y seguramente demanden argumentos libres de falacias y de fundamentalismos escondidos. Sectores que insisten en que el debate se enfoque en aspectos de equidad indiscriminada, tienen el deber de transparentar las razones por las cuales ese debe ser el norte de las políticas públicas; si no, quienes nos preocupamos mayormente por la marginalidad y la pobreza, y consideramos que esos son los principales debe de nuestro país, seguramente veamos discusiones acerca de una redistribución no enfocada en los más débiles, como una distracción.
Es fácil justificar el esfuerzo en políticas que disminuyan la pobreza, desde la disciplina económica, así como desde principios básicos de filosofía moral. Eso no sucede con la desigualdad de ingresos, donde ni siquiera sabemos los niveles de desigualdad óptimos. Sin embargo, esas preocupaciones —desigualdad y pobreza— suelen presentarse juntas; como si políticas destinadas a disminuir las brechas de ingreso y la pobreza no fueran, muchas veces, mutuamente excluyentes. Políticas distributivas que benefician sectores de clase media necesariamente están distrayendo recursos de los más necesitados. Clamores por redistribución proveniente de aquellos sectores sin que queden explicitados esos balances, pueden ser confundidos con búsqueda de rentas y no con un genuino anhelo por justicia social.
Los más pobres y marginados viven en la urgencia de lo inmediato. No tienen tiempo para discutir la evolución del Gini, y eternos debates sobre Rawls y Nozick son placeres que les está privado. Porque las preocupaciones indiscriminadas por redistribución suelen ser un bien de lujo: crecen con el ingreso. Cuando en invierno el combustible solo alcanza para quince minutos por día, se piensa en calefacción. Cuando el desayuno consiste en un vaso de leche con cocoa, se piensa en comida.
Creer que nuestra posición relativa en la distribución de ingresos debe ser el horizonte, puede implícitamente rezagar a quienes más necesitan pero que, lamentablemente, no tienen espacio para promover sus inquietudes en la prensa, en blogs, en pasillos de universidades, en actos, en las redes sociales.
El empeño en esa agenda ha hecho que muchas perciban a la búsqueda por una mayor igualdad de ingresos como un acto de revanchismo o una obsesión y no como un mandato de justicia social que, con el transcurso del tiempo, nos beneficiará. Y nos fragmentamos en el proceso. Un logro, a los ojos de quienes no se pudo convencer, es algo a ser corregido. Así, en la prisa por lograr satisfacer preferencias, se hizo endeble el sostén de muchos de los cambios. Y en una democracia, un nuevo pacto social no puede excluir a una parte importante de la sociedad ya que éstos legítimamente querrán un nuevo cambio y así, en un péndulo de políticas, viviremos. Mientras tanto, probamos la paciencia de quienes más necesitan.
No basta el esfuerzo por cambiar un rumbo si no logramos convencer a quienes, sin tener firmes posiciones ideológicas, se oponen. Políticas que no tengan el respaldo de aquellos que no votaron ni apoyaron su implementación, se sustentan en el endeble y muchas veces efímero tejido que brinda una mayoría circunstancial. La continua insistencia en preocupaciones que sabemos no son compartidas, puede condenar al fracaso loables objetivos. Pongámonos de acuerdo en lo que realmente importa y seguramente nos preocupa a todos. Una vez hecha la ruta, es más fácil tender puentes.
Mi segundo trabajo en Montevideo fue como ayudante de mozo. En mi primer día, un cliente se me hizo tan importante que mis nervios determinaron que su café merecía ser depositado en la impoluta falda de su acompañante. Eduardo (mi jefe) tan solo me dijo: “estamos apurados, vamos despacio”. En aquel momento, como ahora, recordé a Zitarrosa, a quien siempre vale la pena escuchar.