OPINIÓN
Una parte importante de la atemporalidad de esta aseveración, pasa por confusión de conceptos y errores de definiciones, a lo que los economistas hemos contribuido.
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Quizás con las únicas excepciones de los años inmediatamente posteriores a las maxidevaluaciones que tuvo Uruguay en 1982 y 2002, constantemente se escuchan voces sobre la existencia de atraso cambiario en el país, ya sea desde reclamos sectoriales o en análisis económicos-periodísticos paralelos. ¿Se justifica empíricamente esa regular e inmóvil aseveración? ¿A qué atribuirla?
Una parte importante de la atemporalidad de este cliché pasa por confusión de conceptos y errores de definiciones, a lo que los economistas hemos contribuido.
Atraso cambiario no necesariamente es que un país sea caro en dólares. Puede serlo porque tiene un nivel alto de ingreso per cápita o porque atraviesa un ciclo de alto crecimiento con fundamentos que lo justifican o incluso porque tiene precios de bienes transables caros asociados a factores arancelarios, tributarios, de tarifas públicas o de escala.
Siendo vecinos, Suiza es muchísimo más caro que Italia porque tiene el doble de PIB per cápita, por ejemplo. Y que los combustibles, los autos u otros productos transables sean más caros en Uruguay que en países de desarrollo similar nada tiene que ver con “un tipo de cambio atrasado”.
Atraso cambiario tampoco es la simple caída del tipo de cambio nominal. Esta puede estar perfectamente justificada en la debilidad global del dólar y/o la fortaleza de la moneda del principal socio comercial. Por ejemplo, para Uruguay, el yuan/dólar —que lleva casi dos años revaluándose— se convirtió en la paridad cambiaria más relevante por la incidencia de China, su influencia en los precios de exportaciones, en otros socios comerciales y en variables financieras.
Atraso cambiario tampoco puede derivarse de la simple existencia de inflación en dólares, o sea que el tipo de cambio esté evolucionando por debajo del IPC. Usando los precios de los bienes transables relevantes para el país e incluso con estabilidad del Tipo de Cambio Real (TCR), podemos tener inflación en dólares simplemente porque la hay en el mundo, o porque está bien justificada en factores internos.
De hecho, si bien hemos tenido ciclos bien marcados de fortaleza global del dólar y sus consiguientes presiones deflacionarias (1980-85, 1997-2002, 2008-09 y 2013-20), la tendencia de largo plazo ha sido a la debilidad mundial de la divisa estadounidense y a la prevalencia de inflación en dólares, sobre todo desde la caída del sistema de Bretton Woods (1971).
Al final, las acepciones correctas de atraso cambiario son aquellas referidas a la existencia de un desalineamiento y/o desequilibrio respecto a lo sugerido por los fundamentos.
Por desalineamiento suele entenderse un desajuste o incoherencia del tipo de cambio respecto al nivel sugerido por los valores actuales de sus fundamentos.
Por ejemplo, cuando el país enfrenta un ciclo externo ampliamente favorable, con alto crecimiento mundial y local, elevados precios de exportaciones y el consiguiente dinamismo de la demanda interna, dichos factores son consistentes con un menor TCR. Y la comparación de éste con su promedio histórico se hace poco indicativa al omitir la evolución de esos valores actuales de los fundamentos.
Por su parte, suele hablarse de desequilibrio cuando el tipo de cambio es inconsistente con los valores de largo plazo (o de equilibrio) de los fundamentos.
Por ejemplo, podría ocurrir que estuviera alineado a los valores actuales de sus determinantes, pero estos no fueran sostenibles a la larga (por ejemplo, un boom de commodities, un exceso de demanda interna, etc). En ese caso, la política económica debería atenuar en lo posible el desequilibrio con políticas antíciclicas y creando condiciones para acomodar mejor la corrección cuando los fundamentos se normalicen.
Obviamente que dichas evaluaciones requieren la estimación de un modelo que incorpore los determinantes del TCR, entre los cuales destacan los diferenciales de crecimiento (productividad) frente al resto del mundo, la relación de precios entre exportaciones e importaciones (términos de intercambio), los ratios de gasto privado y gasto público a PIB y el grado de apertura económica, entre las principales variables.
Durante la última década, el Banco Central del Uruguay (BCU) ha avanzado en esa dirección, con el desarrollo de modelos y la difusión del desalineamiento cambiario en forma trimestral. Por ejemplo, hacia 2018 estimaba “un atraso” del orden de 10% que, con la posterior depreciación del peso, la mejora reciente del entorno externo y la reactivación económica derivó en “un adelanto” del orden de 6% hacia el cierre de 2021.
Otros síntomas macro e indicadores parecen sugerir lo mismo en la coyuntura actual. Por un lado, al alto índice de rentabilidad de la industria exportadora calculado por el BCU, se suma la baja en desempleo y la aceleración inflacionaria, síntomas más indicativos de adelanto, que de retraso. Por otro, están el acotado déficit en cuenta corriente y el elevado dinamismo promedio de las exportaciones, más allá de los problemas puntuales del algunos rubros.
Por supuesto que los fundamentos que descartan un atraso cambiario “hoy” pueden cambiar y favorecer un mayor TCR “mañana”. Por eso, lo ideal para gestionar mejor tanto “el buen presente” como “el eventual mal futuro” es una combinación de políticas creíbles que aseguren la consolidación fiscal, una mayor inserción externa, acciones en otras dimensiones de la competitividad, e inflación baja y estable.