El debate programático de esta campaña en materia económica incluyó cierto consenso ―quizá con diferentes instrumentos― en aspectos como la necesidad de incrementar el gasto destinado a la primera infancia, la educación y la vivienda, al tiempo que recientemente ―y quizá no de forma sorpresiva― también hubo menciones a eventuales incrementos en el gasto destinado a los jubilados. Al mismo tiempo, ya sea mediante el compromiso o haciendo referencia a su inconveniencia, no está planteado que el financiamiento de lo propuesto surja de un incremento significativo de las tasas impositivas actuales.
En este marco, el “espacio fiscal” disponible para financiar las propuestas de campaña deberá surgir de una combinación de reasignar gastos existentes y de los recursos que surjan de un mayor crecimiento económico. ¿Qué tan factible es que esto ocurra y cuál es el margen disponible?
El punto de partida será desafiante. Considerando el deterioro del último año, el escenario fiscal con que asumirá la próxima administración será peor al previsto a inicios de esta y el déficit fiscal cerraría este año cerca de 1,5% del PIB por encima del nivel necesario para que la trayectoria de la deuda se estabilice. En este contexto, difícilmente la próxima Ley de Presupuesto pueda evitar incluir una proyección fiscal que incorpore una reducción del déficit hacia 2030 en al menos 1% del PIB. Asumiendo que la presión fiscal con relación al PIB se mantiene relativamente constante, la factibilidad de reducir el déficit fiscal requerirá que el incremento real del gasto público en el período sea inferior al crecimiento de la economía. ¿En qué magnitud?
Si el crecimiento promedio anual del PIB en 2025-30 ronda el 2%, el incremento real anual del gasto público (sin incluir nuevos programas que impliquen erogaciones) debería rondar el 1,3% para reducir el déficit fiscal en 1% del PIB en el quinquenio sin modificar los impuestos, aunque si se considera que el gasto en pasividades se mantiene relativamente constante en términos del PIB, el incremento real de las restantes partidas del gasto debería ser inferior al 1%. Si se quiere obtener un espacio fiscal adicional para financiar nuevos programas, el gasto público existente apenas podrá incrementarse 0,5% real anual.
En otras palabras, si se quiere reducir el déficit sin incrementar impuestos, el financiamiento de nuevos programas requerirá reasignar gastos dentro del Estado. ¿Es posible? Sí, pero los hechos muestran que es complejo de instrumentar. El gobierno actual asumió con el compromiso (y cierto mandato) de reducir el gasto público y terminará con un nivel superior en 1% del PIB, un número de funcionarios públicos similar y no se alcanzaron los consensos necesarios para que el Estado deje involucrarse en actividades de escaso retorno económico.
Naturalmente, gane quien gane, se apuntará a lograr una tasa de crecimiento de la economía superior al 2%, de forma tal de que sea ese crecimiento “extra” que financie los nuevos programas y al mismo tiempo reduzca el déficit fiscal. Si la tasa de crecimiento anual del PIB en 2025-30 ronda el 3%, sería posible reducir el déficit, financiar nuevos programas y aun así habría espacio para incrementar el gasto público existente en un 1,5% real anual.
En este caso, el desafío radica en que el escenario externo no parece ser el propicio para impulsar el crecimiento de nuestra economía. Al ya débil crecimiento de la economía China, se ha sumado el hecho de que las eventuales medidas proteccionistas del próximo gobierno de Estados Unidos podrían reducir el comercio y el crecimiento global, y debilitar los precios de los commodities. A su vez, la FED podría ser más cauta en su proceso de reducción de la tasa de interés, algo que agregaría fortaleza al dólar e incrementaría el costo de financiamiento de los países emergentes. Por otra parte, tampoco recibiremos un impulso positivo desde Brasil, afectado por la menor demanda china y “abaratado” por la incertidumbre fiscal. Quizá en el margen, la única mejora del contexto externo provendría de la eventual estabilización de la economía argentina que confirme su reciente encarecimiento relativo.
En este contexto, parece evidente que, ante la ausencia de un mayor dinamismo externo, Uruguay deberá procesar reformas que le permitan alcanzar mayores niveles de competitividad y de crecimiento. La buena noticia es que la necesidad de crecer más y de que el Estado sea más eficiente ha estado presente en los discursos y programas; la mala es que en general en el corto plazo cualquier reforma tiene “perdedores” y no es evidente que ello ―y como atender a la población afectada― sea parte del discurso. Por otra parte, en la medida en que se busca un Estado más eficiente y/o agilizar el sector no transable, en el corto plazo no necesariamente vamos a observar mejoras significativas en la distribución del ingreso e incluso, no es evidente que en el corto plazo haya incrementos significativos en el salario real si no se quiere afectar los niveles de empleo y/o formalidad. Luego de la “desinflación” de 2023-24, la masa salarial en relación al PIB se ubica en niveles algo superiores al de 2019.
En resumen, Uruguay debe procesar ajustes y reformas que le permitan incrementar su productividad, crecer más e invertir recursos en la población más vulnerable. En la medida en que en el corto plazo siempre existen costos a pagar (vacas atadas), será necesaria cierta cooperación a nivel político (“políticas de Estado”) para minimizar el riesgo de que el próximo gobierno “desencante” al electorado.