OPINIÓN
En la recta final de su gestión, el gobierno uruguayo tendrá, además de centrar su atención en los temas propios, el ojo puesto en lo que acontece en Argentina.
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El gobierno está en la recta final de su gestión, donde la pandemia le cercenó no solo tiempo útil para llevar adelante su agenda de gobierno, sino también trastocó su agenda inicial y le insumió recursos financieros extraordinarios para combatirla. Todo esto, enmarcado en una situación fiscal heredada desequilibrada, en proceso de deterioro, que requería atención inmediata.
Como los datos son los datos —y son los que mandan— el flagelo de la pandemia se resolvió con éxito, las cuentas fiscales se fueron encuadrando, el crecimiento recuperó vigor y la inflación nunca se disparó como lo hizo en otros países del cono sur, excluyendo obviamente Argentina, mostrando indicios de una leve tendencia al descenso, aunque lejos aún a lo que Banco Central aspira como rango meta superior (6%).
Para dar más objetividad al análisis de estos resultados, se debe de mirar con cierta perspectiva el transcurso de esta primera mitad del período de gobierno, diciendo que transcurrió durante una de las etapas más inéditas de las recientes décadas. Desde la gran gripe española de hace más de un siglo, no hubo otra hecatombe sanitaria como la del COVID-19, que se esparció rápidamente a escala global, dejó en jaque a los gobiernos haciéndolos correr de atrás en su combate, hasta que la ciencia —en tiempo record— puso a disposición vacunas efectivas. Y sus resultados, además de las pérdidas humanas, fueron pérdidas sustanciales en niveles de ingreso y bienestar social. A título seguido, una crisis energética, disparada por una guerra en el continente europeo con repercusiones en el abastecimiento de alimentos a escala global, que fortaleció sus precios y nos favorece. Por último, la disparada de la inflación en el mundo desarrollado que permanecía aletargada, ahora fogoneada por los gastos masivos financiados con emisión monetaria para combatir los efectos de la pandemia y el aumento abrupto de los precios de la energía.
Son hechos que aún están evolucionando en una atmósfera incierta, entre ellos nada menos que el resultado de una guerra donde participa una potencia nuclear, lo cual impide decir con cierta fiabilidad cuán cerca estamos del punto de retorno hacia la estabilidad, por todos ansiada. Cuando se observan los vaivenes de las cotizaciones de bolsa, donde el quiebre leve a la baja en la tendencia inflacionaria proyectada de Estados Unidos, produjo un salto récord en las cotizaciones bursátiles, queda reflejada la ansiedad por las buenas noticias.
De todos modos, Europa sigue sin reaccionar y con alta inflación. China, en un cambio de modo político que lo lleva a un modelo autoritario según los cánones de las democracias liberales, abre una interrogante sobre cuáles son las características de sus próximas fases de crecimiento y reacomodamiento político a escala global. De todas maneras, junto con Estados Unidos serán los motores que arrastraran la economía mundial en este proceso de salida que aún no sabemos si comenzó.
Un hecho notable es que todo esto hizo eclosión en un lapso de apenas 2 años: pandemia, guerra, crisis energética, inflación. Lo cual hace que cualquier gestión de gobierno deba ser tamizada a la luz de estas realidades y de otras provenientes de la región.
Un vecino como Argentina, en situación compleja, siempre es cuestión de cuidado, donde reducir la inflación convergiendo al 100% anual es su principal preocupación. A eso se agrega la vigencia de una política cambiaria añeja, de cambios múltiples, que además de las distorsiones que aplica en su ámbito doméstico, irradia distorsiones hacia sus países transfronterizos, en particular aquellos como Uruguay que tiene lazos comerciales formales estrechos, también informal de índole transfronterizo y donde además es su principal cliente en servicios turísticos. Esa relación bilateral que viene desde nuestros fondos históricos, hoy cargada de distorsiones, es muy relevante para un país de tamaño relativo menor como lo es Uruguay (10 veces aproximadamente). Ello obliga a pensar que existe un desafío adicional a tener en cuenta. Desafío que se resume en cómo será la maniobra que hará Argentina para rebajar la inflación y ordenar su política cambiaria, ambas insostenibles para cualquier país que pretenda lanzarse a una senda de crecimiento robusta y sostenible.
En la entrada a la recta final de su gestión, el gobierno uruguayo tendrá, además de centrar su atención en los temas propios, como la reforma de la seguridad social, la reforma educativa y los intentos de mejorar nuestra inserción internacional, el ojo puesto en lo que acontece en Argentina. En algún momento trazarán una salida, donde buscarán unificar mercados cambiarios en etapas y aplicar un torniquete monetario. Eso es lo que muestra la práctica corriente, a lo largo y ancho del mundo, durante décadas. Además de la pericia técnica, se requiere espacio político para evitar el fracaso.
Y en esas aguas deberá navegar nuestro gobierno, en particular nuestra autoridad monetaria. En la consecución de sus objetivos antiinflacionarios, enunciado básico de su mandato legal, debe tener en cuenta esa realidad que se avecina, pero que aún no hay certeza de cuándo ni del cómo. Lo cierto es que resulta ineludible. Hoy existe un debate abierto en la profesión, como en la sociedad, saludable, acerca de los efectos de la política monetaria actual sobre el tipo de cambio real. Ayuda a pensar, a realzar la importancia del BCU y estar alertas. Alertas, sobre todo, a lo que la historia nos enseña: el nivel de nuestro tipo de cambio real de equilibrio está determinado fuertemente por el nivel de equilibrio vigente en Argentina y Brasil. Y en algún momento, hacia ese nivel convergeremos.