La atención pública sobre la realidad mundial está centrada en hechos como el devenir de la coyuntura argentina, el conflicto entre Israel y Hamas, la guerra entre Rusia y Ucrania, el transcurso de las elecciones primarias en Estados Unidos y los zigzagueos de una Europa errante. Hechos importantes de por sí, pero que han relegado la importancia relevante que China sigue teniendo en el concierto mundial en materia política, pero también económica. Aunque el fulgor de su crecimiento se ha sostenido, su tamaño hace que cualquier desequilibrio o traspiés, tenga efectos globales importantes. Más aún, cuando su economía muestra una altísima complementariedad con economías emergentes como la nuestra, que la ha convertido en un socio comercial relevante, sino el primero. Lo mismo puede decirse para el resto del Mercosur.
En estos días, China anunció sus proyecciones de crecimiento (5%), déficit fiscal (3%) y tasa de desempleo (5,5%), reiterando prácticamente los resultados del año pasado. Esto parecería indicar el aterrizaje a una situación de estabilidad sostenible, en particular la resolución de un crash inmobiliario provocado por una sobre oferta inmobiliaria, promovida por estímulos crediticios y fiscales. Algo que a las autoridades chinas les ha provocado un fuerte rechazo a repetir esas políticas, anunciado explícitamente por su líder Xi Ping. El tema subyacente y de riesgo es que la economía está entrando a un estadio de deflación por falta de demanda, cuya cara visible es exceso de ahorro respecto a la inversión. Por definición contable, eso provoca que el saldo de su cuenta corriente de la balanza de pagos sea positiva. En la práctica, implica que hay una masa de capital en busca de ser alocada domésticamente financiando gastos, o en el resto del mundo bajo la forma de compra de activos financieros, inversión directa o préstamos a países en desarrollo.
Parte de esta historia ya la vimos en la primera década de este siglo, cuando esos superávits financiaron el déficit de la cuenta corriente de Estados Unidos provocado por el déficit fiscal financiado con deuda comprado por China y el aumento masivo de las importaciones desde ese país. Además, ese torrente de liquidez facilitó la profundización de la crisis de las hipotecas (2008-9) que puso en jaque al sistema financiero mundial, obligando a su rescate, sumiendo al mundo en una fase recesiva prolongada, con costos sociales enormes y consecuencias políticas notorias en los países afectados.
Los indicadores de lo que estamos hablando y el tipo de desafíos por delante son elocuentes. Según el FMI, China generó en 2023 el 28% del ahorro mundial, un poco menos que el ahorro sumado de Estados Unidos y la Unión Europea (33%). El 45% de Producto Bruto es ahorro, hecho explicado por la alta propensión al ahorro del ciudadano chino y la apropiación de recursos que hace el Estado sobre el total del ingreso nacional generado. Un monto que históricamente no puede ser absorbido por una tasa de inversión muy elevada, que ronda en el 40%. Su génesis reside en factores culturales y estructurales que explican un desequilibrio permanente que en el largo plazo tiene efectos recesivos sobre la economía china. Como correctivo, han buscado aumentar la inversión mediante incentivos, cuyo resultado fueron excesos de bajo retorno o pérdidas tales como la reciente crisis inmobiliaria, apalancada con expansión crediticia lo que tensionó a su sistema financiero.
Sus implicancias inescapables sobre el resto del mundo dependen de cómo se resuelve ese flujo permanente de exceso de ahorro. La vía tradicional de absorción a través de los déficits de otras economías perdió viabilidad, pues su socio tradicional, Estados Unidos, cambió de postura cerrándose comercialmente y buscando atraer las líneas de producción localizadas en el país asiático hacia jurisdicciones amables y cercanas. El decaimiento de la economía europea opera en el mismo sentido, agregando una restricción a la resolución de un problema de falta de demanda doméstica que termina en recesión. Estamos hablando de hechos que ocurren en la segunda economía del mundo, con aspiraciones de liderazgo mundial en donde una situación de equilibrio inestable tiene implicancias económicas como políticas a escala global. En las primeras, de no corregirse el desequilibrio que genera exceso de ahorro, persistirá una presión bajista de las tasas de interés globales, que diluyen la potencia de las políticas instrumentadas por los bancos centrales de los países relevantes para combatir la inflación. Segundo, se potenciará la tendencia de aumentar la inversión extranjera de origen chino de la mano de empresas estatales con fachada de entidades privadas, lo cual marca un diferencial a tener en cuenta respecto a una inversión privada genuina, sobre todo cuando se tiene en cuenta en dónde se aplican esos recursos. Una cosa es invertir en una terminal portuaria, otra en una fábrica de automóviles.
Este panorama obliga a detectar si con este nivel de exceso de ahorro y las nuevas condiciones internacionales, China puede mantener una tasa de crecimiento del PIB del 5%, que parece ser el nivel que asegura un nivel de desempleo bajó (5,5%) y mantener las condiciones de vida de una sociedad con aspiraciones crecientes de bienestar. Una economía que puede entrar en una fase deflacionaria sustancial es antagónica a esas aspiraciones.
Seguramente, esto obliga a pensar que nos encontramos en vísperas de un cambio estructural, donde el propulsor del crecimiento recaerá sobre el consumo doméstico a nivel del ciudadano, pues el camino del aumento de la inversión doméstica encontró un límite, así como el de las exportaciones.
De cómo se desarrolle esa peripecia dependen países como el nuestro, que son estrictamente complementarios en su condición de abastecedores naturales de los bienes que facilitan esa transición.