En seguridad social, un sistema de reparto tiene como objetivo trasladar una parte del ingreso que las personas generan durante su etapa activa, de forma tal de asegurar un ingreso a partir de que la persona deja de trabajar. En ausencia de subsidios, la magnitud del ahorro generado durante la etapa activa dependerá del salario, de la tasa de aportes (personal y/o patronal) y del número de años de actividad formal. Dado lo anterior, el monto mensual a percibir dependerá del tiempo esperado que la persona cobrará su jubilación (su expectativa de vida al momento de retirarse). En general, la mayoría de los sistemas cuentan con lo que suele llamarse una “red de contención” o componente no contributivo. Esto es, suelen asegurar una jubilación mínima, que puede ser financiada con asistencia financiera del Estado o mediante subsidios cruzados entre beneficiarios.
En ausencia de modificaciones a los parámetros anteriormente mencionados, el rápido incremento de la expectativa de vida durante las últimas décadas extiende el tiempo en que las personas cobran su jubilación. En ausencia de cambios en los parámetros mencionados anteriormente, el monto cobrado excederá lo aportado. Transitoriamente, si el ahorro de los trabajadores se utiliza para financiar los pagos de la generación anterior (no se invierte), es posible financiar jubilaciones por montos que exceden lo contribuido durante la vida laboral si la población en edad de trabajar crece más rápido que el número de pasivos. Cuando ocurre lo contrario, el desfasaje entre los ingresos y egresos del sistema y entre lo aportado y percibido por cada persona debe financiarse con asistencia financiera.
La dinámica anterior suele generar desigualades intergeneracionales. En la medida en que el salario es exógeno (depende de la productividad del trabajo), la extensión del tiempo en que las personas cobran su jubilación debe ser financiada mediante una combinación de las siguientes alternativas: I) una reducción en el monto de la jubilación; II) un incremento en la tasa de aportación durante la vida activa; III) un incremento en el número mínimo de años de aportación (hoy son 30 años); IV) un incremento en la edad de retiro que reduzca el número de años en que la persona cobra su jubilación; V) un incremento de la asistencia financiera.
La elección entre estas alternativas enfrenta una serie de dilemas, cuya resolución conlleva importantes implicancias distributivas. Reducir el monto de las jubilaciones no es deseable si se quiere mantener el nivel de suficiencia de estas; incrementar la tasa de aportación (ya sea patronal o personal) incrementa el costo laboral y es probable que genere una caída en la demanda laboral, y por tanto, en el empleo; incrementar el mínimo de años necesarios de aportación posterga el acceso a una jubilación a las personas que a los 60 años de edad no reúnen 30 años de aportes en el mercado formal de trabajo (fundamentalmente de menores ingresos y mujeres); postergar la edad de retiro provoca que las personas que a los 60 años ya tienen 30 años de aportes deban trabajar más años; y por último, incrementar la asistencia financiera requiere eventualmente de incrementar impuestos o de reducir el gasto público en otras áreas del Estado.
Como la expectativa de vida aumenta, el desfasaje entre lo aportado y lo percibido se financia con asistencia financiera (impuestos que paga toda la población) hasta tanto no se realicen modificaciones paramétricas. Actualmente, el déficit del sistema ronda los US$ 4.000 millones si se incluyen los impuestos afectados (ej. 7 puntos de IVA). El tan denostado IASS (que solo paga el quintil más alto de los jubilados) recauda unos US$ 370 millones y cubre apenas una décima parte de ese déficit.
La reforma aprobada por el gobierno posterga la edad de retiro, manteniendo sin cambios el monto de las jubilaciones, la tasa de aportes y el número de años de aporte necesarios para retirarse. Ello permitiría mantener el déficit del sistema relativamente estable en su nivel actual, en contraposición a un escenario sin reforma en donde el déficit aumentaría progresivamente en las próximas décadas. “Elegir” el nivel de asistencia financiera que recibe el sistema, y por tanto el monto y/o la extensión de las jubilaciones pagadas es una discusión válida, pero siempre debe tenerse en cuenta que alguien debe financiarlo.
El plebiscito impulsado por el PIT-CNTno solo plantea “revertir” la reforma, sino que también incluye un incremento de las pasividades mínimas —con un costo inmediato de US$ 1.000 millones— y elimina el sistema de capitalización, que entre otras cosas permite que una parte de la jubilación “se pague” con la tasa de retorno que generan los ahorros). En caso de aprobarse, el sistema deberá obtener recursos adicionales equivalentes al 4% del PIB en 2050.
SI bien en temas distributivos “todo es opinable”, está claro que el plebiscito es profundamente regresivo con las generaciones actuales y es perjudicial para los trabajadores y eventuales jubilados de menores ingresos, que su mayoría a los 60 años no cuenta con los 30 años necesarios de aportes. Quienes se beneficiarán del plebiscito serán los trabajadores/jubilados de mayores ingresos. Adicionalmente, el uso del salario mínimo como ancla del valor de la pasividad mínima tenderá a reducirlo en un futuro —por motivos fiscales—, algo que perjudicará a los trabajadores de bajos ingresos. Por último, la aprobación del plebiscito elimina la convergencia de las cajas paraestatales al régimen general y consolida los beneficios actuales de estos subsistemas.
¿Es prioritario otorgar un subsidio adicional a los jubilados (y en particular a los de mayor ingreso), cuando al mismo tiempo uno de cada cinco menores de 18 años vive en hogares pobres?, ¿o impulsar planes de capacitación y reducir el desempleo en jóvenes (hoy en 25%), resolver el déficit de vivienda, salud, educación, etc.?
Hasta acá el “único problema” parece ser distributivo. Sin embargo, será el menor en caso de que se apruebe el plebiscito. Si bien eventualmente se encontrará un nuevo equilibrio, con una combinación de más impuestos, menos gasto en otras áreas del Estado y/o menores jubilaciones si se congela el salario mínimo, el plebiscito —ni sus impulsores— no plantea ninguna fuente de financiamiento al incremento de gasto propuesto.
La magnitud del déficit y la incertidumbre en torno a cómo se financiaría tendrían un impacto negativo inmediato en nuestra economía.
La caída del precio de la deuda uruguaya (que será menos atractiva por la incertidumbre a cómo se pagará y al hecho de que las AFAP no participarían del mercado) incrementará la tasa de interés (el costo de financiar el déficit actual insumirá aún más recursos) y generará una salida de capitales que depreciará el peso uruguayo y aumentará la inflación. A su vez, la incertidumbre en torno a cuál será la tasa impositiva efectiva en el futuro (qué impuestos se aumentarán) afectará las decisiones de inversión (que también se verán afectadas por la inseguridad jurídica que supone confiscar los fondos de las AFAP) y consumo. Una caída de la inversión y el consumo afectarán rápidamente al mercado laboral.
En resumen, más allá de que desde el punto de vista técnico, lo que propone el plebiscito es profundamente regresivo, su efecto en la economía real será inmediato y generará una crisis económica —y eventualmente social—, de esas que hace décadas no ocurren en Uruguay. Como en toda crisis, la población más vulnerable será la más perjudicada.