He perdido la cuenta de los casos en los que grupos de personas con intereses comunes resultaron favorecidos por la acción o la omisión del gobierno, en perjuicio, obviamente, de los contribuyentes, por aquello de que “no hay tal cosa como el dinero público” (Thatcher dixit). Por citar algunos casos recientes: los deudores en UR del BHU y la ANV (cuyo costo fiscal, para colmo, habría sido mal calculado), los profesionales universitarios por su caja de jubilaciones y los miembros de las otras cajas con reglas especiales que deberían incorporarse al régimen general, los trabajadores de la industria estatal de cemento y, más recientemente, los distribuidores de combustibles.
Notoriamente, varios de los ejemplos tienen epicentro en Ancap. Debería añadirse, claramente, el mantener actividades no rentables con el propósito del desarrollo regional en el vértice del Noroeste, así como conservar el statu quo en la etapa final del proceso, la comercialización del combustible. Todo lo señalado, las pérdidas en el cemento, los sobrecostos en la distribución y la comercialización de combustibles, la mezcla obligada y cara con biocombustibles, pero también cargar con un subsidio millonario al super gas y subsidiar el transporte colectivo son cuestiones que encarecen los combustibles, de donde salen en última instancia todos los recursos para financiar los entuertos referidos.
Los “liberalotes” de este lado del Plata creen que la solución a todos estos males pasa por la desmonopolización y claman por ella, cuando nada tiene que ver el monopolio con esas malas políticas. Para llegar a tener combustibles más baratos quizá les resultaría más fácil ir desatando estas vacas. Que tampoco es fácil, por lo visto. ¿O acaso pretenden desmonopolizar dejando atada de pies y manos a Ancap? En todo caso, un primer camino, transparente, sería explicitar todos esos subsidios (ya que a los gobernantes no les da la nafta para terminar con ellos), e incluirlos en partidas presupuestales para compensar a la petrolera estatal por actividades que no le son propias, sino que lo son de ministerios. Con ello bastaría para dar lugar a una considerable reducción del precio de los combustibles. Que de un modo u otro terminaríamos pagando todos, pero al menos sabríamos de cuánto se tratan las canonjías, lo que sería transparente y explícito.
En Uruguay desde siempre se establecen impuestos y subsidios (en sentido económico, no jurídico) por medio de las empresas estatales, cuando deberían ser aprobados por el Parlamento.
Volviendo al tema, hablábamos de acción y omisión del gobierno, en algunos casos, del gobierno en sentido amplio, o sea del sistema político, en otros casos, en sentido estricto, es decir del Poder Ejecutivo que representa a la coalición gobernante. Acción y omisión por falta de convicción, por falta de carácter, por tratarse de grupos de presión relevantes, entre otras posibles razones.
La última mala noticia (hasta ahora) se dio hace un par de semanas con la contundente marcha atrás del gobierno (en sentido estricto) en su propósito de ir a un nuevo marco para la distribución de combustibles, que estaba en sus planes desde la famosa LUC, donde se auguraba el replanteo de todo el rubro, desde la importación y la refinación hasta la distribución y la comercialización. Pero puesto contra las cuerdas por un paro, no se animó a decretar la esencialidad del servicio (que indudablemente lo es) y dio marcha atrás, pasando la pelota al próximo gobierno, que quizá no compartirá el propósito original de éste.
Ideología, idiosincrasia, ignorancia, intereses creados… una y otra vez volvemos a toparnos con algunas de las cuatro íes que suelen estar detrás de todas las malas políticas.
En todos los casos se trata de beneficios concretos para un número acotado de personas que se terminan financiando con costos explícitos o implícitos socializados, diluidos en el conjunto de la comunidad. Como ocurría con el viejo proteccionismo industrial (que aún vive y lucha) donde los consumidores pagaban la renta de la que se apropiaban empresas y sindicatos.
Del otro lado del Plata ha cundido, notoriamente, el concepto de “la casta”. Allá hay ejemplos que rompen los ojos que combinan y alinean los intereses de malos políticos, empresarios prebendarios y sindicalistas que se aprovechan de sus sindicatos. Todos ellos forman parte de esa casta que, además de ser un conjunto de personas e instituciones, es un modo de ser, un modo de vivir, un modo de acceder al poder (político, económico, social). Allá se cansaron y eligieron como presidente a quien llevó al extremo una posición anti sistema. El chorro desbordó el vaso.
Acá, que somos tibios y hacemos tanto lo bueno como lo malo “a la uruguaya”, de un modo suavemente ondulado, como nuestro paisaje, ese hartazgo va a tardar en llegar, si es que algún día llega. Pero eso no nos exime de reconocer que, a nuestro modo y guardando las enormes distancias que tenemos con nuestro vecino, también tenemos nuestras propias “vacas atadas”. Que son muchas menos que en el pasado, gracias a la apertura y la liberalización de la economía, pero que existen.
Sin embargo, o no lo entendemos o no lo queremos reconocer. Porque, precisamente, como hay otros peores, mucho peores, en el barrio, abonamos nuestra complacencia. Al fin y al cabo, en tierra de ciegos…
O quizá sea porque de un modo u otro, todos o casi todos tienen su propia “vaca atada”. Al menos todos o casi todos los que de algún modo se hacen oír.
Lo cierto es que crecemos poco precisamente por prácticas como las referidas y sólo crecemos “en serio” cuando recibimos un fuerte viento de cola y nos permitimos aprovecharlo.