OPINIÓN
Cuestiones ideológicas, defensa de intereses corporativos o falta de visión estratégica dilatan los debates y postergan las soluciones.
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A lo largo de los años, las grandes reformas que el país necesita se han visualizado más como correctivos puntuales de alguna anomalía del sistema productivo, que como pilares esenciales para mejorar el funcionamiento de la economía, aumentar la productividad global y así potenciar el ritmo de crecimiento.
Esa visión de las cosas ha posibilitado dilatar los debates, postergar el diseño de las soluciones respectivas y mucho más, instrumentarlas.
A esa visión también la alimentó la ideologización como categoría previa al debate, lo cual sesga al análisis y a veces hasta rechazando de plano su tratamiento, pues se considera que hacerlo atenta contra atavismos como la defensa de la "soberanía", el desmantelamiento de un sector estratégico, o la generación de costos sociales sin precisar bien los alcances del término de lo que se pronuncia. Actúa más como termino descalificatorio a priori, buscando postergar el tratamiento del tema o velar los objetivos finales que promueven las reformas. Llevarlas adelante insume tiempo y por tanto, posterga el aporte de sus beneficios.
Fue así que costó esfuerzos considerables convencer a buena parte del arco político, principalmente el afín a la izquierda, de que la inflación es un impuesto que pagan mayoritariamente los pobres, que el déficit fiscal es fuente de endeudamiento cuyo servicio lastra el crecimiento al aumentar la carga impositiva y cuyo exceso fragiliza la propia sostenibilidad de todo el sistema económico. Que la seguridad social, mas allá de los principios de justicia que arropa, es un pasivo que la sociedad debe financiar en el futuro y por tanto conlleva límites infranqueables, cuya violación lo hace inviable.
En suma, el logro de ciertos objetivos alcanzados de la mano de reformas o políticas afines no tiene signo político propio, sino que son categorías inherentes al funcionamiento saludable de toda sociedad que busca dispersar bienestar entre sus ciudadanos. Y por tanto, deben ser aceptados como principios generales por todos.
Obviamente que en estos comportamientos también se cuela la defensa de intereses corporativos, tantos sean empresariales como de agremiaciones de trabajadores. Unos preocupados por la pérdida de rentas monopólicas prohijadas por regulaciones obsoletas o inadecuadas. Otros por el temor natural de ver en peligro su fuente de trabajo o prebendas asociadas, pero que no pueden ser excusas para escamotear el tratamiento de reformas que apuntan a mejorar el bienestar general.
Teniendo en cuenta estos aspectos, puede decirse que Uruguay tiene postergada una agenda amplia de reformas que van desde regulaciones y tramitaciones excesivas que esparcen arena entre los engranajes del sistema económico, hasta las pertenecientes a ámbitos más universales como la propia reforma del Estado, incluyendo las empresas públicas y terminando con la del sistema de seguridad social. Esta última, hoy prioritaria por su impacto social, su complejidad y su peso creciente sobre las cuentas públicas futuras.
No puede negarse que hay un cierto consenso de que todo lo anterior es necesario, pero no puede decirse lo mismo sobre su urgencia y menos aun sobre cómo resolver el problema. La reforma de la seguridad social es un buen ejemplo. Sino, cómo explicar las dilatorias iniciales en su tratamiento, falta de consenso en el diagnóstico a pesar de las extensiones otorgadas, culminando con su reciente postergación por un hecho político, el plebiscito ajeno al tema, pero cuyo resultado puede afectar el cariz de la reforma.
Pero lo que no cambia es el problema real que se busca resolver. Una forma de visualizar su dimensión es capitalizar el pago de las pasividades y pensiones del BPS usando la tasa de interés promedio del servicio de la deuda pública. El pasivo contingente de la seguridad social respecto al Producto Bruto (280%) casi cuadriplica al del endeudamiento del gobierno.
Es otra manera de visualizar la magnitud del esfuerzo que se le traslada a las generaciones futuras resultante del pasivo contingente de la Seguridad Social. Con el agravante de que esa realidad tiene trayectoria creciente por razones demográficas inexorables, a menos que se introduzcan cambios en los parámetros que regulan su funcionamiento. A ello correspondería agregar las dificultades de otras cajas que hoy están fuera del sistema público, pero que presentan problemas de sostenibilidad actuarial en el muy corto plazo.
Las reformas de las empresas públicas son otro caso emblemático. Tomando como ejemplo las pertenecientes al sector energético, hoy la cuestión prioritaria sería prepararlas para un nuevo mundo cercano donde, los combustibles fósiles serán sustituidos por la electricidad en la mayoría de los modos de transporte. Transparentar la fijación de los precios de los combustibles líquidos abrió un debate sin sentido. Discutir la producción de portland a pérdida por Ancap, se introdujo como un tema estratégico por el riesgo del desabastecimiento. Cuando el gremio y algunos políticos de los departamentos afectados saben que el verdadero tema es el empleo que podría quedar cesante. Si es así, llamemos a las cosas por su nombre, busquemos medidas para preservar esas plazas laborales, cuyo costo anual es menor que las pérdidas directas e indirectas que ocasiona mantener esa actividad.
A la lista pueden agregársele una miríada de ejemplos. Lo que muestra que el anti reformismo está contaminado de corporativismo, venga de donde venga.
Aunque parezca traído de los pelos, estas conductas encarecen el costo país lo, cual merma su capacidad de competencia en un mundo más cerrada e inestable. Apuntando a mejorar esta realidad, hay una forma genuina de mejorar el tipo de cambio real.