OPINIÓN
La investigación premiada con el Nobel de Economía otorgado recientemente no es de corte político, pero tiene importantes implicaciones políticas.
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Los premios Nobel de Economía se conceden por la investigación a largo plazo, no por la participación de los economistas en los debates actuales, así que desde luego no tienen mucha relación con el momento político. Es de esperar que la desconexión sea en especial grande cuando el premio se concede sobre todo por el desarrollo de nuevos métodos de investigación.
Y ese es el caso del último premio, concedido el lunes a David Card, Joshua D. Angrist y Guido W. Imbens, líderes de la “revolución de la credibilidad” (un cambio en la manera en la cual los economistas utilizan los datos para evaluar las teorías), que ha proliferado en la economía en la última generación.
Sin embargo, resulta que la revolución de la credibilidad es en extremo relevante para los debates actuales. En efecto, los estudios que utilizan el nuevo método han reforzado, en muchos casos, aunque no en todos, el argumento a favor de la intervención más activa del gobierno en la lucha contra la desigualdad.
Como explicaré, esto no es un accidente. Pero primero, ¿de qué se trata esta revolución?
En general, los economistas no podemos hacer experimentos controlados: todo lo que podemos hacer es observar. Y el problema de intentar sacar conclusiones a partir de observaciones económicas es que en todo momento y lugar están ocurriendo muchas cosas.
Por ejemplo, la economía entró en un auge después de que Bill Clinton aumentó los impuestos a los ingresos elevados y redujo el déficit presupuestario. Pero, ¿fueron estas políticas fiscales las causantes de la prosperidad, o sucedió que Clinton tuvo suerte al ocupar la presidencia durante un auge tecnológico?
Antes de la revolución de la credibilidad, los economistas intentaban, en esencia, aislar los efectos de determinadas políticas u otros cambios mediante elaborados métodos estadísticos para controlar otros factores. En muchos casos, eso es lo único que podemos hacer. Pero cualquier intento de este tipo depende de cuán buenos sean los controles y suele haber un margen interminable de controversia sobre los resultados.
Sin embargo, en la década de 1990, algunos economistas se dieron cuenta de que había un método alternativo, el de explotar los “experimentos naturales”, situaciones en las que los caprichos de la historia ofrecen algo parecido al tipo de ensayo controlado que los investigadores querrían llevar a cabo pero no pueden.
El ejemplo más famoso es la investigación que Card realizó junto con el finado Alan Krueger sobre los efectos de los salarios mínimos. La mayoría de los economistas solían creer que el aumento del salario mínimo reduce el empleo. Pero, ¿sí es así? En 1992, el estado de Nueva Jersey aumentó su salario mínimo, mientras que uno de sus estados vecino, Pensilvania, no lo hizo. Card y Krueger se dieron cuenta de que podían evaluar el efecto de este cambio de política comparando el crecimiento del empleo en los dos estados después del aumento salarial, y usar a Pensilvania como control del experimento de Nueva Jersey.
Lo que encontraron fue que el aumento del salario mínimo tuvo muy poco o ningún efecto negativo en el número de puestos de trabajo, un resultado que se confirmó desde entonces al examinar muchos otros casos. Estos resultados no solo justifican el aumento de los salarios mínimos, sino también los intentos más agresivos de reducir la desigualdad en general.
Otro ejemplo: ¿Cómo podemos evaluar los efectos de los programas de protección social que ayudan a los niños? Los investigadores han aprovechado los experimentos naturales creados, entre otros ejemplos, por el despliegue gradual de los cupones de alimentos en las décadas de 1960 y 1970 y varios saltos discretos en la disponibilidad de Medicaid en la década de 1980. Estos estudios muestran que los niños que recibieron ayuda se convirtieron en adultos mucho más sanos y productivos que los que no la recibieron.
Estos estudios también son un sólido argumento para la iniciativa Reconstruir Mejor del gobierno de Joe Biden, que hace hincapié en la inversión en los niños, así como en la infraestructura convencional.
Por último, los grandes cambios en el seguro de desempleo en el transcurso de la pandemia —un enorme aumento de la generosidad, luego un repentino recorte, después un restablecimiento parcial, y luego otro recorte, en el cual algunos estados recortaron las prestaciones antes que otros— proporcionan varios experimentos naturales que nos permiten comprobar si, como siempre insisten los conservadores, el seguro de desempleo disuade a los desempleados de buscar nuevos trabajos.
Pues bien, los datos ofrecen una respuesta clara: aunque las prestaciones por desempleo pueden tener algunos efectos desincentivadores, estos son pequeños.
Entonces, en general, la economía moderna basada en datos tiende a apoyar políticas económicas más activistas: aumentar los salarios, ayudar a los niños y ayudar a los desempleados son mejores ideas de lo que muchos políticos parecen creer. Pero, ¿por qué los datos parecen apoyar una agenda progresista?
La principal respuesta, yo diría, es que en el pasado muchas personas influyentes se aferraron a argumentos económicos que podían utilizarse para justificar la elevada desigualdad. No podemos aumentar el salario mínimo porque eso acabaría con el empleo; no podemos ayudar a los desempleados porque eso perjudicaría sus incentivos para trabajar; y así uno tras otro. En otras palabras, el uso político de la teoría económica tiende a tener un sesgo de derecha.
Pero ahora tenemos pruebas que pueden utilizarse para comprobar estos argumentos, y algunos no se sostienen. Así que la revolución empírica en economía socava la sabiduría convencional de la derecha que había dominado el discurso. En ese sentido, la evidencia resulta tener un sesgo liberal.
Una vez más, la investigación premiada con este Nobel no es de corte político, pero tiene importantes implicaciones políticas. Y la mayoría de esas implicaciones favorecen un movimiento de las políticas hacia la izquierda