OPINIÓN
Lo que se pide es un acto de sensatez: actualizar el Mercosur dadas las lecciones recogidas en sus tres décadas de vigencia y la realidad de un mundo que en ese lapso ha cambiado mucho.
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Días pasados, el tema del Tratado de Libre Comercio con China focalizó la atención pública a partir del anuncio del Presidente Lacalle de que se habían terminado los estudios de prefactibilidad acordados, lo cual habilitaba entrar en la etapa de negociaciones.
A su vez, el tema centralizó la agenda de la reunión presidencial del Mercosur abriendo una vez más el debate sobre su flexibilización logrando una baja de tono en las posturas renuentes. No fue mucho, pero fue un cambio en la dirección correcta. Poco después, ocurrió la visita de Cai Wei, alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de China encargado de las relaciones con América Latina, quien endosó el interés de su país de continuar el proceso, junto a la expectativa de que el resto del Mercosur en algún momento se pliegue a ese acuerdo.
Como era de esperar, esto despertó la reacción de la opinión pública, llenando el ambiente de opiniones diversas, algunas de índole panfletaria, otras de oportunismo político y también aquellas afincadas en visiones circundantes al regionalismo cerrado como modo de crecimiento y caparazón defensivo del ser “nacional”.
Obviamente que en las sociedades libres es saludable el debate de sus dudas, sobre caminos que se entiende que son nuevos o que implican riesgos. Ello no equivale a que un tema de tal seriedad se lo contamine con declaraciones vacías tribuneras, pues por responsabilidad ciudadana, lo que corresponde es clarificar conceptos con argumentos y no cargar el ambiente de cacofonías que nublan el horizonte, y donde al final del día perdemos todos.
Aclarando conceptos, corresponde decir que el discurso del Presidente Lacalle en la reunión del Mercosur fue aplomado pero contundente, yendo al punto de que Uruguay necesita seguir abriéndose al mundo para prosperar como Nación, sin que ello implique abandonar una región de cuya pertenencia nadie niega. Y de paso deberíamos recordar, no para inflarnos la autoestima sino para constatar que es posible, que nuestro país, engalana la región como un foco de estabilidad macroeconómica, vigencia plena del Estado de derecho y alejada del flagelo de la corrupción. El manejo de su última gran crisis del 2002-3 es un ejemplo irrefutable.
En definitiva, lo que se pide es un acto de sensatez: actualizar el Mercosur dadas las lecciones recogidas en sus tres décadas de vigencia y la realidad de un mundo que en ese lapso ha cambiado mucho. Lo paradójico es que todos los socios del tratado usufructúan de la aparición de China como potencia mundial, sin preguntarse qué sería de la región si su demanda de materias primas y alimentos desapareciera. Desconocer entonces su importancia y la necesidad de acoplarse inteligentemente a esta nueva realidad, es ahistórico. Por eso, casi sin duda, todos se subirán a un proceso que no tiene retorno. El desafío es hacerlo bien; eso está en nosotros.
Respecto al debate interno, las posturas van desde lo panfletario a cuestiones más profundas que requieren intercambios de ideas esclarecedores.
En lo panfletario resalta el “Chau industria nacional” de Carolina Cosse, Intendenta de Montevideo, como si el TLC con China necesariamente genere ese riesgo. O los comentarios en contra del ex canciller Rodolfo Nin Novoa, cuando en su gestión como canciller se buscó un acuerdo de este tipo. O las posturas contrarias del PIT CNT, que pasaron del apoyo en un pasado reciente a las antípodas.
Lo cierto es que el achicamiento de la industria nacional tiene larga data, obedece a otras razones, que el cierre de la economía o el Mercosur pudieron revitalizar. Son eslóganes electoreros que confunden y degradan la calidad de la política al servicio del ciudadano. Ante el riesgo, se entiende que los gremios afines se pongan en alerta para que, en una negociación de estas características, se establezcan procesos de rebaja arancelaria extensos y sectorializados, como lo han hecho numerosos países de América Latina y del Pacífico que ya han celebrado este tipo de acuerdos.
Por otro lado, se esgrime que un TLC con China implicaría riesgos geopolíticos, incluso de una suerte de disolución de nuestro ser nacional. Con todo respeto, entiendo que detrás hay una concepción de nuestra historia y posicionamiento regional que no comparto. ¿Puede uno imaginarse que países como Chile, caracterizados por el resguardo de la soberanía entremezclado con tintes de nacionalismo, puede arriesgar esos valores si un TLC con China los pone en juego? Lo mismo para Nueva Zelanda, Perú o Costa Rica. Que alguien diga que con esto China logra poner un pie en el Atlántico Sur, cuando ya tiene una base de control de satélites con estatus extraterritorial en la Patagonia argentina, otorgada por un gobierno peronista. Cuando otorgó préstamos a Venezuela a cambio del acceso a recursos naturales. Y cuando la tecnología es capaz de vulnerar soberanías, estando el agresor a miles de kilómetros de distancia.
Entonces la cosa no está en la forma sino en el fondo de lo que se suscribe.
Y cuando se habla de riesgos sobre la industria local, ¿alguien ha sopesado el riesgo implícito del acuerdo en trámite entre la Unión Europea y Mercosur? Ahí entra la industria de toda la región, pues tendrá que competir con gigantes de la estatura de Alemania, Francia e Italia. Ni que decir de los sectores lácteo y alimentario, dada la calidad de su oferta. Aunque se tomaron recaudos, persiste el riesgo latente de que nuestras estructuras productivas tengan que adaptarse a las nuevas circunstancias.
Esos son los desafíos que implica crecer. Ese debe ser el centro del debate. No hacerlo es cegarnos ante lo inevitable.