Empresas públicas: del consenso a la acción política

Antes de asumir funciones públicas, dos de los principales referentes del equipo económico designado coincidían en la relevancia de encarar una nueva agenda.

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Palacio de la Luz
Fachada del Palacio de la Luz, edificio sede de UTE ubicado en Paraguay 2431, en el barrio Aguada de Montevideo, ND 20230822, foto Estefania Leal - Archivo El Pais
Estefania Leal/Archivo El Pais

En las campañas electorales suelen surgir temas que dominan el debate político. Sin embargo, hay otros que, pese a su innegable relevancia, no logran captar la atención en la contienda electoral. Las empresas públicas son un claro ejemplo. Tal vez esto se deba a que, en el ámbito más técnico, existe un consenso considerable sobre las reformas necesarias, aunque su atractivo electoral sea bajo, incluso negativo.

Cuando Guillermo Tolosa, futuro presidente del Banco Central, era director de Ceres, impulsó la publicación de un breve documento con propuestas para reformar las empresas públicas. Este trabajo circuló inicialmente entre colegas y luego se hizo público con las firmas de 11 economistas y el respaldo de otros 19, entre los que me incluyo. En ese grupo se encontraban expertos con afiliaciones partidarias conocidas del Frente Amplio, el Partido Nacional, el Partido Colorado y el Partido Independiente. También participaron destacados economistas cuya afiliación política no es pública. Uno de los firmantes fue Gabriel Oddone, futuro ministro de Economía, quien en ese momento era socio de CPA Ferrere. En esta nota, repaso algunas de las ideas que, en 2019, Tolosa y Oddone consideraban esenciales para las empresas públicas junto a otros 28 colegas.

El documento planteaba como motivación inicial que “las formas jurídicas en las que operan las empresas públicas han dejado de utilizarse en el mundo” y que estas “se asemejan más a la administración central que a empresas propiamente dichas”. Incluso, dentro del marco institucional vigente, se identificó la necesidad de modificar los incentivos para directores, reguladores y funcionarios, tanto en el Poder Ejecutivo como en las propias empresas públicas.

El texto reconocía que muchas de estas empresas operan fuera del marco de competencia y, en ocasiones, se han involucrado en actividades ajenas a su objeto, incluso generando pérdidas. Además, se señaló que esta misma debilidad permitió el uso de tarifas con fines ajenos al funcionamiento de los mercados en los que operan.

¿Qué deberían hacer las empresas públicas? Pues, deberían tener un rendimiento acorde a los recursos invertidos, ofreciendo bienes y servicios de calidad a precios competitivos. Asimismo, no deberían distorsionar la competencia ni afectar la asignación eficiente de recursos, contribuyendo así al bienestar de los consumidores.

El objetivo del documento era “promover una serie de principios rectores que alienten la conformación de empresas públicas modernas, eficientes y al servicio del país”, lo cual exige “actualizar el modelo de gestión de estas empresas y su participación en los mercados”.

Entre los principios propuestos, el primero es de un sentido común elemental: las empresas públicas deben tener objetivos claros. Esto incluye asegurar un retorno adecuado sobre el capital invertido, que no debería convertirse en una variable de ajuste para el desempeño fiscal del Estado. Si bien el nivel de este retorno es debatible y puede variar según las políticas públicas de cada sector, una vez definido, el directorio debería ser responsable de alcanzarlo, recibiendo recompensas o sanciones según su desempeño.

Los objetivos de rendimiento no deben confundirse con los sociales. Los subsidios que las empresas otorguen deben ser explícitos, con un impacto financiero estimado y, preferiblemente, financiados mediante el presupuesto nacional. Esto es fundamental para diferenciar indeseables ineficiencias de gestión de razonables metas sociales.

Otro eje del documento aborda el rol de los directores, quienes deberían operar con autonomía frente al poder político. Los directorios no deberían ser refugio para quienes no obtuvieron cargos de representación ciudadana. Idealmente, los directores deberían ser seleccionados por su idoneidad profesional, y sus períodos de gestión no deberían coincidir con los ciclos políticos. Para atraer talento calificado, es imprescindible ofrecer remuneraciones competitivas y alineadas con el cumplimiento de metas. El país necesita a los mejores profesionales, y para captarlos es necesario competir con el sector privado.

Por último, se destaca el rol de los reguladores sectoriales. Su responsabilidad debe incluir la fijación de precios de referencia en los mercados regulados y la prevención de que las ineficiencias se trasladen a los consumidores. Para evitar la captura de estas agencias por las empresas reguladas, quienes desempeñen funciones regulatorias deberían estar impedidos de trabajar en el sector durante un período prudencial, así como de competir por cargos electivos.

En el período de gobierno que concluye, se intentaron algunas mejoras en estas líneas. Muchas de ellas naufragaron en las negociaciones internas de la Coalición Republicana previo a la aprobación de la LUC, mientras que otras no contaron con el impulso necesario. Sería deseable que la nueva administración, que asume este próximo primero de marzo, retome estos temas fundamentales para el desarrollo del país. Al menos antes de asumir funciones públicas, dos de los principales referentes del equipo económico coincidían en su relevancia. Habrá que esperar para ver si se concretan.

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