OPINIÓN
La gran duda que deja 2021 es si la aceleración global de la inflación, salvo en China y Japón, es transitoria o tendrá un carácter más persistente.
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Una parte importante del desempeño económico de nuestros países está muy vinculado al comportamiento de la economía mundial, tanto a través del canal “real” (la actividad global y los precios de los productos básicos), como del canal “financiero” (tasas de interés, paridades de monedas y flujos de capitales). ¿Qué nos deja la economía mundial en 2021 de cara a 2022? ¿Cuáles son las perspectivas y riesgos para el próximo año?
En términos generales, las tendencias globales esperadas para 2021 tendieron a cumplirse, aunque las expectativas iniciales de crecimiento y sobre todo de inflación terminaron superadas.
Se consolidó el rebote de la economía mundial, con un crecimiento mundial cercano a 6%, el mayor en varias décadas, que más que compensó la contracción de 3% observada en 2020. Como consecuencia, se afirmaron los precios de los commodities, influidos en parte también por la prevista revaluación del yuan frente al dólar, aunque éste último termine el año fortaleciéndose frente a las monedas principales y algunas emergentes.
El rebote estuvo fundamentalmente impulsado por China que —pese a cierta desaceleración reciente— promedió 8% de crecimiento y por el dinamismo de Estados Unidos (5,5%). Se ratificó así que seguimos en un mundo “bimotor”, liderado por ambas potencias, con menor incidencia de Europa, Japón y otros países.
La gran duda que deja 2021 es si la aceleración global de la inflación, salvo en China y Japón, es transitoria o tendrá un carácter más persistente, que obligue a los principales bancos centrales a subir las tasas de interés antes de lo descontado actualmente en los precios de mercado.
En este sentido, con la vista puesta en el impacto financiero sobre nuestros países, lo más relevante es el proceso inflacionario en Estados Unidos, sus consecuencias sobre las acciones de la Reserva Federal y el comportamiento global del dólar.
Hay buenas razones para concluir que la elevada inflación estadounidense de 2021 (sobre 6%) estuvo muy afectada por shocks de oferta, normalización de precios tras la reapertura de actividades y alzas de commodities, todo lo cual parece transitorio. Pero también han incidido factores de demanda debido a los impulsos fiscales y monetarios. Y esto se ha ido incorporando gradualmente en las expectativas inflacionarias, sobre todo de corto plazo.
Por un lado, los fenómenos puntuales no deberían repetirse en 2022, dada la moderación reciente de varios cuellos de botella, menos problemas logísticos y cierta estabilidad en las cotizaciones de materias primas.
Por otro, está el riesgo de una aceleración de la inflación de servicios (salarios) si las mayores expectativas inflacionarias se internalizan como más permanentes y/o se produce un tránsito más rápido al pleno empleo.
Con todo, las holguras aún prevalecientes en el mercado laboral y el fuerte aumento de la productividad, mantienen contenidos los costos laborales unitarios en Estados Unidos, aunque obviamente bajo riesgos de aceleración. De ahí la importancia del retiro de estímulos —“tapering”— por parte de la Fed, con menor compra de bonos ahora y probables aumentos de la tasa de interés desde mediados del próximo año.
A su vez, ese accionar tiende a mitigar los riesgos de estanflación —estancamiento con inflación—, que parecen sobredimensionados, tanto para Estados Unidos como para el mundo.
Se estima que la economía global, si bien ha venido moderando su ritmo de crecimiento, podría expandirse cerca de 4% en 2022, levemente por encima de su promedio histórico. En este consolidado mundo bipolar, dicho desempeño estaría marcado por una expansión de China en torno a 6% y por la convergencia de Estados Unidos a un crecimiento en torno a 3%. La economía china se vería impulsada por el despliegue de mayores estímulos en ausencia de presiones inflacionarias y la norteamericana por condiciones financieras aún expansivas e incrementos en la riqueza de los consumidores.
Todo eso dista mucho de un escenario de “estancamiento”. Y si eventualmente se materializaran algunos riesgos en esa dirección —recrudecimiento de la pandemia, retiro de impulsos u otros shocks inesperados— la propia desaceleración atenuaría los riesgos inflacionarios.
Por tanto, tampoco tendríamos un caso de estanflación, como los propios precios de mercado tienden hoy a descartarlo.
En cuanto a las perspectivas para el dólar global y los commodities —factores muy relevantes para nuestros países— el escenario seguiría más parecido a lo observado en 2004-2005, cuando la normalización monetaria de la Fed cambió poco el cuadro favorable preexistente, versus el registrado desde 2014 en adelante, con el fin del superciclo de precios y de América Latina.
Primero, porque las expectativas apuntan a cierta revaluación adicional del yuan frente al dólar, aun cuando éste último se fortalezca algo frente a las paridades principales.
Segundo, porque se ve improbable un gran retroceso de las cotizaciones de las materias primas durante el próximo año, dado el crecimiento mundial cercano a 4%.
Y por último, porque —si bien las condiciones financieras se volverían menos expansivas para los países emergentes— todavía seguirían siendo muy positivas, sobre todo para aquellos con buenos fundamentos económicos, políticos e institucionales.
En el neto, todo ese panorama global no luce desfavorable para la región. Quizás lo contrario. Ya veremos en próximas columnas cómo podrían procesarlo Uruguay y sus vecinos.