Javier de Haedo
Si uno se guiara por las declaraciones públicas de nuestros dirigentes políticos, del oficialismo y de la oposición, debería concluir que existe una brecha considerable entre sus ideas, sus propuestas y sus políticas.
Sin embargo, tengo la convicción de que no es así. Sostengo, en cambio, que unos y otros son más parecidos que diferentes. Veámoslo a continuación.
Primero, más allá de discursos refundacionales que se dan ante instancias electorales o tras cambios de gobierno entre partidos de signos diversos, lo cierto es que ningún gobierno (al menos desde 1985) ha refundado algo. En todo caso, se ha observado una continuidad en las principales políticas públicas. Veamos los dos relevos más notorios, el de 2005 y el de 2020, que se dieron entre el Frente Amplio y los partidos tradicionales.
En 2005 el Frente mostró una notoria continuidad de las políticas económicas heredadas e incluso bien se puede decir que las profundizó en casos como el de la promoción de las inversiones y el de la gestión de la deuda, donde se mantuvo al mismo equipo del gobierno del presidente Batlle (en este caso, lo mismo se dió en 2020). Las tradicionales críticas del Frente en la oposición, donde toda aritmética fiscal y toda reforma eran recusadas por neoliberales y donde se criticaba un día tras otro a la deuda externa y a los organismos internacionales, quedaron en la historia y los muros de las ciudades cambiaron de temas de la noche a la mañana.
En ese período se creó el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) como herramienta para enfrentar las consecuencias de la reciente crisis económica y financiera; también se reformó el sistema tributario y se creó el sistema nacional integrado de salud. Esto, por citar algunos de los casos más notorios de reformas y políticas del Frente Amplio. La oposición de entonces criticó duramente aspectos de esas políticas, pero al llegar al gobierno se apoyó en algunas de ellas nada menos que para hacer frente a la crisis sanitaria que sorprendió a poco de su inicio. ¿O acaso el MIDES y sus políticas sociales y el sistema de salud no resultaron instrumentos decisivos para enfrentar la pandemia? Tampoco hubo ni habrá en este período cambios sustanciales al sistema tributario.
Porque esa es otra característica de nuestra política: en la oposición se critican las reformas del gobierno de turno, pero al acceder al gobierno se les da continuidad e incluso se las aprovecha. Las reformas se discuten, pero casi todas ellas quedan.
Precisamente esa continuidad, ese carácter no refundacional y el diálogo que existe entre gobernantes y opositores son los atributos más elogiados por quienes nos ven desde afuera y por quienes deciden aterrizar en nuestro país, con sus familias y sus dineros, porque en sus países de origen el clima no resulta tan amigable. Se ve que todos ellos tienen una visión parecida, en ese sentido, a la de este columnista y asumen que todo el ruido entre unos y otros no es otra cosa que fuegos de artificio. En definitiva, no les creen que sean tan diferentes como quieren parecer.
Pero la coincidencia también se da en la fiel representación, por parte de unos y otros, del ADN del uruguayo. El uruguayo es en su esencia social estatista batllista y no le gusta la velocidad excesiva de los cambios en el marco que lo rige. Así, se observan políticas de país buenas y malas (muchas de ellas debido a asignaturas pendientes) en las que en última instancia ambas partes tienden a coincidir.
Así, al Uruguay se lo reconoce por destacarse (en particular en el contexto continental) en rankings relativos a democracia, derechos humanos, baja corrupción, libertad económica, entre otros. Su calificación de riesgo y su índice de riesgo país son también muy destacados en aquel contexto. Hay estabilidad de las reglas de juego en una economía de mercado con libre movilidad de capitales. En fin, una historia digna de ser contada.
Pero, así como los vitraux de las catedrales se ven mejor desde dentro que desde fuera, al mismo tiempo nosotros sabemos mejor que nadie que tenemos muchas asignaturas pendientes desde largo tiempo y que nuestra velocidad y nuestro ADN no auguran cambios significativos en ellas en el futuro previsible.
Seguimos teniendo un sector público considerable con su gasto en gran medida endógeno; malos resultados en la enseñanza, cuyo funcionamiento está en proceso de reforma; una inserción internacional que mal que nos pese nos tiene de rehenes en el Mercosur; reglas antiguas en un mundo del trabajo que está en proceso de cambio supersónico; una seguridad social costosa que también está en proceso de reforma; empresas estatales con reglas de gobierno que requieren cambios; otros sectores también orientados al mercado interno que piden a gritos regulaciones más inteligentes. Por citar algunos de los casos más notorios.
Esas asignaturas pendientes (veremos cuánto queda de las dos reformas en curso) son la llave para enfrentar el peor de nuestros problemas: la baja productividad de la economía que limita su capacidad de crecimiento a largo plazo a una tasa anual mediocre, apenas superior al 2%. No está nada mal saber aprovechar los vientos favorables, como lo hicimos entre 2004 y 2014, cuando crecimos al 5,5% anual. Pero cuando esos vientos cesan, volvemos a una mala performance: entre 2014 y 2024 habremos de crecer apenas al 1,2% anual.
Sería bueno que los liderazgos de ambas partes asumieran su responsabilidad en la conducción del país hacia mejores destinos y a hacerlo con mayor rapidez. No nos debería alcanzar con ser los tuertos en la tierra de los ciegos. Ni da para complacernos por ello.