En la columna anterior repasé los impuestos sobre rentas y riqueza (patrimonio), sin incursionar en cifras concretas, sino mostrando los efectos que la teoría económica predice y cómo los estudios empíricos, ya de décadas, y recientes “experiencias”, validan. En esta me propongo comenzar a analizar el llamado IVA personalizado, que ha ganado terreno en la discusión pública local. Quienes comparten la idea no pertenecen exclusivamente al próximo gobierno, basta con leer los programas presentados por los partidos en la última elección para comprobar que, casi sin excepciones, de manera directa o indirecta proponían algo al respecto. En la actualidad existe una suerte de ello mediante la tarjeta Mides, claramente de menor cuantía. Sin embargo, todos tenemos anécdotas, propias o de personas cercanas, sobre el (mal) uso de dicha tarjeta, que violentan su propósito; por cierto, nada que a priori pueda sorprender por inesperado, o no prevenido por el análisis económico. Se trata meramente de incentivos y conocimiento de las realidades. Se sabe que siempre “el agua se cuela por los intersticios más pequeños”, máxime cuando los mecanismos de burla del destinatario final resultan sencillos.
Más allá de anécdotas, hay muchas razones de fondo para no transitar este camino, que abarcan numerosas arterias que intentaré explicar.
Como comentario previo, la “regresividad” del IVA en estudios de corte transversal difiere según la estructura de tasas y exoneraciones y, en Uruguay, los estudios la muestran muy moderada. Ahora bien, los estudios que toman en cuenta el ciclo de vida arrojan un impuesto neutral.
Vale siempre recordar que el mejor instrumento de redistribución e igualación de oportunidades es el gasto, no los impuestos, que están para recaudar dañando lo menos posible el crecimiento potencial, o sea el bienestar intertemporal.
Propuesta. Básicamente el “IVA personalizado” se resume en un aumento de la tasa del impuesto sobre los bienes y servicios gravados a la tasa mínima y los que están exentos, dando lugar a una tasa única o menor distancia entre ellas. En nuestro país esto implicaría que debería subir el impuesto, entre otros bienes y servicios, sobre la canasta básica, el transporte y la salud, así como instaurarse sobre alquileres, naftas, periódicos y libros. Luego, mediante un mecanismo de aún mayor intromisión en la vida de las personas, se le generará un crédito.
Primera duda. El primer aspecto a resolver es ¿cuál es el nivel de ingreso a partir del cual ya no habrá más crédito? Según el trabajo que se indica como base de la propuesta, mirando el capítulo dedicado a Uruguay, todo conduce a una arquitectura que concentra la —muy menor— “mejora del ingreso” en el 10% más pobre de la población. Los detalles los dejo para la siguiente entrega.
Algunos efectos. Dejando de lado las dificultades en materia administrativa, y las innumerables “filtraciones” que se producirán, hay otros aspectos mucho más perniciosos que perder algunos millones de recaudación porque hay “avivados”.
i. Desincentivo. La efectiva reducción de la pobreza y mejora de la calidad de vida de la población, siempre viene de la mano de mejoras en la enseñanza y el aprendizaje, es decir de la formación de capital humano. Todo el resto de políticas dirigidas hacia los sectores más vulnerables son meros alivios coyunturales, que en ningún caso debieran ser permanentes. Ahora bien, si la diferencia entre poder tener un mejor estándar de vida por “la propia” y tener algo menos, al inicio del camino luce reducida, el incentivo a trabajar duro para mejorar se reduce. Si a esto le agregamos la cultura del “carpe diem”, la ayuda termina siendo el modo de vida y eso tiene repercusiones sociales y económicas no deseadas.
Hoy ya tenemos un IRPF que impide a los muchachos, aun con estudios, “dar el salto”, porque castiga de pesada forma al ingreso, dejando escaso margen de ahorro, lo que ya de por sí constituye un desaliento al esfuerzo. Si, además adicionamos que con determinados ingresos tendremos un subsidio, intentar “cruzar el mar” se vuelve más gravoso y menos lo intentarán.
ii. Informalismo. Lo anterior nos lleva a que quienes trabajan tengan buenas razones para ser informales o, al menos, sub declaren sus ingresos de manera de integrar el “grupo de los subsidiados”. El informal no precisa tener un gran capital humano. Ahora bien, todos sabemos que en la informalidad es imposible lograr una organización del trabajo que mejore la productividad y, por tanto, los ingresos, salarios y bienestar, sencillamente porque la economía no funciona. No se puede soñar con mejoras de largo plazo en el salario real sin trabajo formal y más capital humano aplicado. Demás está decir que los informales no cotizan a la seguridad social y ello causa complicaciones en las finanzas corrientes del sector público, lo que agrega un problema de corto plazo al mayor de medio y largo plazo.
Por su parte la sub declaración nos conduce a un problema de largo plazo sobre la misma persona. En efecto, su ahorro acumulado para el retiro no condice con su ingreso corriente, a la vez que tampoco la jubilación que recibirá del estado guardará relación con aquel. La consecuencia, más proporción de personas cobrarán la pasividad mínima. Un círculo perverso.
iii. Crecimiento. Los dos puntos previos llevan a concluir sin ambigüedad que se reduce la tasa de crecimiento de largo plazo, —menos esfuerzo, ahorro y productividad—, lo que nos vuelve a poner en la situación de menores ingresos y, por ende, inferior nivel de vida de la población.
Hay bastante más. La seguimos en la próxima.