Néstor Gandelman
La noche del 30 de abril falleció el Dr. Moisés Gandelman. Muchos lo conocieron como Mauricio, los más cercanos le dijeron Moishe, para mí fue simplemente papá. Con él se cerró una parte de la travesía familiar que, no por particular y nuestra, deja de emparentarse con muchas más.
Hace 95 años, Iziel Gandelman llegó al puerto de Montevideo. Había partido del pueblo de Idenitz, en la actual Moldavia. Allí quedó su esposa Jaike y tres hijos. No había dinero para más que un pasaje y las penurias empujaban al padre de familia a aventurarse en América. Sin medios económicos y sin idioma, Iziel desembarcó en una floreciente Montevideo que lo cobijó. Algunas changas, trabajos varios, algo de mercadería para vender y dos años de ahorro después permitieron reunificar a la familia.
Mi padre fue el cuarto hijo, el producto de esta reunión, el primer Gandelman nacido en Uruguay. Así, en 1936 Iziel y Jaike veían a su benjamín. Se instalaron en una casa en la calle Loreto Gomensoro. Una calle corta de dos cuadras entre Millán y María Orticochea. Decían que era en el Prado, Google Maps dice Paso de la Duranas.
Mi padre me habló de una infancia de estrecheces agravadas con dificultades de salud en el núcleo familiar. Recordaba el dolor de los padres cuando comenzaron a llegar las noticias de la post guerra. De la familia que quedó en Europa muy pocos sobrevivieron al exterminio nazi. Su infancia no fue feliz, sin embargo, las áridas condiciones fructificaron en una fortísima unión fraternal. No conoció abuelos ni tíos. Primos hermanos tampoco. Algunos familiares más lejanos llegaron a Brasil y Perú. Otros los conoció en Chernobyl en 1970 junto a mi madre, durante su luna de miel.
Uruguay ofreció a este hijo de inmigrantes la posibilidad de estudiar. La escuela, el liceo y la universidad pública le permitieron formarse como médico neuropediatra y luego poder trabajar con dedicación, seriedad y esmero. El orgullo de padres y hermanos. El resultado del esfuerzo personal, del apoyo familiar y de una mentalidad de superación. Hace unos pocos años vi como en una panadería, quien nos atendió lo reconoció como su pediatra y le agradeció por haberle cambiado la vida. Mi padre fue el primero en diagnosticarle asma. A partir de esta prescripción la niña recibió los inhaladores que mejoraron su calidad de vida.
La siguiente generación, a la que pertenezco, vivió en forma más holgada. Hoy entre los descendientes de Iziel y Jaike nos encontramos empresarios, profesionales, académicos, docentes y artistas. Un amplio arcoíris, testimonio indudable de progreso familiar y de ascenso e integración económica y social.
Estas vivencias marcan mi visión de nuestra sociedad. La inmigración es un motor de crecimiento cuyo especial combustible es el espíritu emprendedor de quien deja su lugar de nacimiento, con la certeza de lo que queda atrás y la incertidumbre de lo que traiga el futuro. Los acentos caribeños de hoy son distintos del idish que escuché de niño. Pero, así como los hijos de judíos, tanos y gallegos somos herencia del esfuerzo de nuestros padres y abuelos, quienes llegan a Uruguay en nuestro tiempo pelearán por construir su propio espacio. Y en esa lucha estuvo y estará de lo mejor del progreso nacional.
La movilidad social es lenta, solo se puede pensar en plazos prolongados. Las familias, los descendientes, no somos entes completamente separados de nuestros progenitores. Conformamos una cadena humana en la cual las decisiones de nuestros abuelos, junto con sus circunstancias, afectan quienes somos hoy y las posibilidades que tenemos.
Mi abuelo se privó de mucho para que mi padre viviera mejor. Mis padres y tíos siguieron ese ejemplo para que mi generación no enfrente las zozobras de antaño.
Muchos en nuestro país siguen naciendo en condiciones que hieren la más básica sensibilidad humana. Si yo no sufrí de ellas fue por mi padre, mi madre y mis abuelos. No es mi mérito. No es mi culpa. Es el resultado de quienes vieron en mí una prolongación de su propia existencia.
En el último tramo de su vida, mi padre fue ingresado en la emergencia médica del Casmu con un cuadro complejo. La Dra. Ortiz fue la cardióloga que procuró estabilizarlo. En un acto que excede lo profesional, la doctora, igual que la panadera, lo saludó cómo quién décadas atrás había sido su pediatra en Casa de Galicia. Ese reconocimiento humano arrancó una de las últimas sonrisas de mi padre, fue una bondad recompensa de otras bondades.
El mes pasado no pude escribir esta columna por los problemas de salud que se habían desatado. Este mes ofrezco esta nota que reconozco inusual. Espero que en el homenaje a mi padre se lea también el homenaje a un Uruguay que lo cobijó y la esperanza de un futuro que se puede construir desde las historias familiares de superación.
Esto y mucho más lo aprendí de mi padre, mi maestro. Quede su alma atada al haz de la vida. Gracias, papá.