Que Uruguay haya cerrado 2022 con inflación de 8,3% refleja simultáneamente una buena y una mala noticia.
Es una buena noticia porque, pese a las fuertes alzas importadas de precios, potenciadas por el impacto de la invasión de Rusia a Ucrania, la inflación concluyó el año prácticamente en la misma cifra de 2021 (8%). La aceleración hasta casi 10% en septiembre mostró una significativa reversión durante el último trimestre por las caídas de las cotizaciones de commodities, la apreciación del peso, la desaceleración de la actividad y la deflación externa importada desde Argentina.
Es una buena noticia esa “estabilidad” del registro inflacionario uruguayo en la comparación global. Uruguay permaneció cerca de 8% cuando el mundo escaló a 9% en promedio el año pasado, desde 6% en 2021 y 3% en 2020. Como resultado, la economía uruguaya pasó de estar en la parte alta del ranking mundial de inflación (primer quintil) a ubicarse en “la mitad de tabla” (en torno al promedio).
Pero, pese a ese mejor desempeño relativo, el registro absoluto sigue siendo alto y similar a la media de las últimas dos décadas. Eso sigue siendo una mala noticia, porque la inflación continúa muy desviada de la meta del Banco Central (3-6%), pero sobre todo porque las expectativas inflacionarias a todos los plazos siguen muy desancladas respecto a dicho rango.
Esto último constituye una diferencia significativa con muchos países, desde desarrollados como Estados Unidos hasta emergentes como Brasil, donde —pese a la fuerte aceleración inflacionaria del último tiempo—, los agentes económicos descuentan (creen) que se trata de un fenómeno transitorio y que la inflación convergerá rápidamente a las metas respectivas.
Por su parte, las expectativas en Uruguay, ya sea implícitas en las tasas de interés o derivadas de agentes económicos, reflejan esencialmente que la inflación seguirá por encima del techo del rango meta, incluso cerca de 8%, más allá de la moderación adicional prevista para 2023.
¿Por qué “ese 8%” es cuasi estructural? ¿Por qué parece una especie de “zona de confort”?
Primero, no tiene mucho que ver con el déficit fiscal de Uruguay, en tanto éste no se financia con emisión monetaria como ocurría hasta principios de los ’90. Segundo, la dinámica salarial si bien influye en el corto plazo en la inflación, es a la larga más consecuencia que causa de ella, en tanto la refleja e indexa. Tercero, algo parecido pasa con la dinámica de fijación (indexación) de las empresas.
En el fondo, “la zona de confort del 8%” y las expectativas allí alineadas han reflejado “la verdadera meta del Banco Central” y su accionar de política monetaria.
Los agentes económicos optimizan sabiendo que es muy costoso y socialmente resistido tener inflación mayor a 10%, pero también conscientes de que no habrá voluntad política, ni suficiente autonomía del Banco Central, para llevarla estructuralmente a menos de 6%. Y eso genera un círculo (¿vicioso?) de expectativas y realidad fluctuando en ese rango.
Poniéndolo en términos del clásico concepto de “razón de sacrificio”, o sea del costo (de corto plazo) a pagar en términos de menor actividad o mayor desempleo para reencauzar la inflación a las metas, estaría internalizado que sólo habrá un sacrificio creíble por el riesgo de “los dos dígitos”, pero no para continuar la desinflación a un estándar permanente de 2-3%. Así, las políticas suelen reaccionar para evitar que supere el 10%, pero cuando cae a cerca de 6%, no siguen actuando para asegurar la convergencia.
Una parte importante del problema pasa, entonces, por esa comodidad con “el 8%”, supuestamente inocuo, pero costoso como he planteado en columnas anteriores, y sobre todo por la falta de disposición a hacer pequeños sacrificios (de corto plazo) a cambio de los evidentes mayores beneficios de alcanzar “la verdadera estabilidad de precios”.
Este no es exclusivo de Uruguay. Ha sido un tema muy abordado teórica y empíricamente durante las últimas cuatro décadas. Dichos “sacrificios” no necesariamente gustan a los gobiernos por sus habituales altas tasas de descuento asociadas a los ciclos políticos y electorales. En el corto plazo valoran mucho los beneficios y evitan los costos.
Por eso justamente, en el caso uruguayo, cuando la inflación cae a cerca de 6% o menos, suele aparecer la tentación de políticas expansivas que favorezcan transitoriamente la actividad y el empleo, a costa de retornar a la meta de confort en 8% o algo más. Quizás eso explique por qué nunca se considera buen momento para bajar la inflación en Uruguay.
Pero la teoría y la práctica también han proporcionado una solución de política económica a ese desafío. Desde los ’80, tras el altísimo costo de la estanflación en muchos países, la autonomía de los bancos centrales emergió como una institucionalidad monetaria más adecuada lograr inflación baja y estable (2-3%), junto con suavizar los ciclos de actividad y evitar la discrecionalidad política-electoral. Sin un arreglo de esa naturaleza, en el derecho y en los hechos, parece improbable que la moderación inflacionaria prevista para Uruguay en 2023 se consolide en torno a metas más exigentes para el próximo quinquenio. Esperemos que las precandidaturas y programas de gobierno en construcción, de cara a las elecciones del año que viene, le den cabida en su agenda.