Vuelvo sobre un tema que desarrollé a lo largo del año que termina y sobre el que realicé propuestas. Veamos primero algunos números.
Si tomamos períodos de veinte años, hasta 1955 crecimos al 3,2% anual. Con la política de sustitución de importaciones, esa tasa cayó a 1,2% hacia 1975. Las reformas de Végh Villegas la duplicaron en los veinte siguientes. Y las de los 90, la volvieron a subir hasta 3,0% hacia 2015. En los últimos veinte años hasta 2024, se habrá ubicado en 3,3%. Por cierto, el crecimiento no sólo depende de nuestras políticas sino también del contexto externo. Pero es claro que algunas políticas han sido pro crecimiento y otras anti crecimiento y por eso las señalé al pasar.
El contexto externo es muy relevante, máxime en una economía pequeña situada entre dos grandes vecinos con quienes los tratados acentuaron las relaciones ya estrechas que le asignó la geografía. En la última presentación de CERES, Ignacio Munyo estimó las tasas medias de crecimiento en los últimos 40 años, según fuera el contexto externo: en el conjunto de las cuatro décadas se llega a una tasa promedio de 2,9% a partir de crecer al 5,9% en los años buenos, de caer al 2,1% en los malos y de crecer al 1,0% en los de contexto externo neutral. Clarísimo.
Las dos cosas son necesarias: el buen viento y las buenas políticas. La suerte y la acción. Por eso insisto en que debemos poner un motor a nuestro velero para que, cuando no haya viento, se pueda seguir navegando hacia el destino soñado: poder abastecer de buenas políticas públicas a una sociedad que las demanda.
Lo sucedido en los últimos veinte años es contundente: los dos primeros gobiernos del Frente Amplio registraron (con extraordinario viento de cola) un crecimiento anual de 5,5%. Casi “tasas chinas”. Los dos últimos, en cambio, una tasa de crecimiento de la quinta parte de la anterior: 1,1%. Con vientos de ambos signos y también sin viento.
A todo esto, del relevamiento que realiza el MEF entre colegas, han surgido tasas de entre 2% y 3% en estos años como tasa de crecimiento a largo plazo de la economía. Primero fue de 2,3% (2020), después de 2,1% (2022), luego de 2,8% (2023) y, finalmente, de 2,5% (2024). Este insumo es relevante para el MEF a los efectos de sus cálculos del resultado fiscal estructural ya que le permite ajustarlo por el ciclo económico.
A mi me cuesta creer que aquí y ahora la tasa de largo plazo sea algo más parecido a 2,5% que a 1%. Además de los números referidos, son notorios los problemas en los dos principales capitales que se requieren para crecer: el capital fijo y el capital humano.
La inversión en activos fijos depende estrechamente del otorgamiento de exoneraciones fiscales. Y la inversión en capital humano (educación), muestra resultados que todos sabemos que son insuficientes hasta el punto que son superados por numerosos países de América Latina.
Por otro lado, agregar valor en Uruguay es carísimo. Y no sólo al compararnos con el vecino complicado de turno (hasta ayer Argentina, ahora parece que será Brasil), sino con el mundo estable: con Estados Unidos, con Europa y con China. Este año cierra con un desfasaje en la competitividad bilateral en los tres casos, que es contundente. Con relación al promedio de los 25 años transcurridos de este siglo, estamos “atrasados” en torno a 10% con Estados Unidos, a 25% con Europa y a 20% con China.
Digamos, sin viento, con calma, sólo crecemos al 1% y vienen tiempos, según las proyecciones del FMI, de crecimiento global relativamente bajo, inferior al de los años previos a la pandemia.
Nuestro crecimiento económico no está siendo suficiente como para generar los recursos necesarios para atender las demandas por buenas políticas públicas que tiene la sociedad. De hecho, los resultados de esas políticas ya dejan mucho que desear y a pesar de ello, los números fiscales son malos. O sea, no es por “ajuste” que los recursos no rinden (es porque son escasos y/o porque se los usa ineficientemente).
De algún modo, nuestro “modelo de convivencia” está en vías de agotarse por falta de oxígeno. La forma de dárselo es proceder a hacer reformas pro crecimiento como nuestra propia historia nos muestra, como se hizo a mediados de los 70, como se hizo en los 90.
En este contexto se dio la reciente campaña electoral, donde desde los dos lados se plantearon caminos parecidos. Ambos plantearon propuestas que implicaban más gasto presupuestal (incluso concordaron en algunas) y también ambos coincidieron en no subir la imposición. Ninguno planteó un ajuste estructural del gasto (es decir, no una mera compresión transitoria del resorte, como ocurrió desde 2020 y que duró dos años). Y esto, partiendo de un déficit fiscal que estará en el orden del 4% del PIB, casi el doble de lo admisible para que la deuda pública se estabilice en términos del PIB. ¿Entonces?
Entonces viene el arte de las planillas Excel. Se agrega un renglón con el crecimiento económico deseado y ¡listo!, la planilla cierra. No hay que ser muy fino en los cálculos para entender que ese crecimiento deseado ni por casualidad ha de estar por debajo del 3% anual.
Ahora bien, vamos a buscar las propuestas de reformas pro crecimiento y hay poco y nada. Y, en algún caso, lo contrario, debido a posibles retrocesos en reformas realizadas (me refiero a la seguridad social y a la trasformación educativa, en el caso del FA).
Un apunte final. Si, como yo creo, la tasa de crecimiento de largo plazo es inferior a la que se asume, entonces el “ajuste estructural” del resultado fiscal no es el que se cree y los números fiscales relevantes se parecen mucho más a los observados que a los inobservables, producidos con supuestos siempre discutibles (por definición) y modelos que siempre intentarán representar la realidad pero que nunca la suplantarán ni superarán.