La independencia banco centralista

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Foto: Getty Images

OPINIÓN

En momentos de crisis, la coordinación de las políticas fiscal y monetaria no es sencilla y la presión sobre la independencia del banco central se ve exacerbada.

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La crisis financiera mundial del 2008 y la provocada por el COVID-19 revivieron un antiguo debate sobre los beneficios y problemas de la independencia de los bancos centrales. En esta nota recupero y enmarco este tema de relevancia para Uruguay.

Kydland y Prescott en 1977, seguidos de Barro y Gordon en 1983, explicaron cómo la alta inflación de los ´70 fue resultado de la inconsistencia temporal de los gobiernos. Los responsables de la política económica pueden procurar la estabilidad de precios de largo plazo, pero son incapaces en el corto plazo de mantener la conducta requerida.

Cuando los gobiernos tienen control discrecional sobre los instrumentos monetarios, se ven tentados a priorizar otros objetivos de política por sobre la estabilidad de precios, en su peor versión buscando efímeras mejoras temporarias con fines electorales. Sin compromiso vinculante con la estabilidad de precios, los anuncios de objetivos de inflación del formulador de política carecen de credibilidad, no logran anclar expectativas y, en última instancia, son irrelevantes.

Kenneth Rogoff, en 1985, mostró cómo el sesgo inflacionario de la inconsistencia temporal podía reducirse, si la política monetaria era conducida por un banco central independiente que pusiera mayor énfasis en la estabilidad de precios que en objetivos de producción.

Un creciente consenso fue desarrollándose y desde la década de 1970, fue ganando terreno el acuerdo en torno a la independencia bancocentralista como promotora de estabilidad de precios, lo que generó avances inicialmente en países desarrollados. El empuje continuó y, según reportan Ana Carolina Garriga y el uruguayo César Rodríguez, entre 1985 y 2012 hubo 266 reformas legales referentes a la independencia de los bancos centrales, de las cuales 236 ocurrieron en países en desarrollo.

Ya sea que el banco central siga políticas conservadoras o liberales (según el peso relativo asignado a la pura estabilidad de precios), su efectividad está vinculada al grado de independencia de la influencia política. En países como Argentina, Turquía, Venezuela y Zimbabue, la interferencia política erosionó la independencia bancocentralista, llevando a períodos sostenidos de alta inflación.

El aumento de la independencia, tanto legal como de facto, no implica que las fricciones entre el gobierno y las autoridades monetarias se hayan eliminado por completo. Los tiempos de crisis económicas generan inmensos desafíos que condicionan la institucionalidad presente y futura. El Uruguay del 2002 es un ejemplo aleccionador al respecto y un orgullo que podemos portar.

En momentos de crisis, la coordinación de las políticas fiscal y monetaria no es sencilla y la presión sobre la independencia del banco central se ve exacerbada. Por ejemplo, un aumento de la tasa de interés de referencia de la Fed en respuesta a un desvío inflacionario, hace más costoso para el gobierno financiar su déficit.

Luego de la crisis financiera global del 2008-2009, los gobiernos ampliaron las tareas y responsabilidades de los bancos centrales más allá de sus mandatos originales, en un esfuerzo por contener la crisis y minimizar la probabilidad de futuras recurrencias. Previamente, en términos de estabilidad financiera, los bancos centrales se concentraban en la supervisión bancaria, fundamentalmente a nivel de cada institución individualmente. La crisis 2008-2009 desnudó la necesidad de atender las fuentes de riesgos sistémicos, por lo que muchos países ampliaron los mandatos de sus bancos centrales para incorporar metas más abarcativas en cuanto a estabilidad financiera.

Sin embargo, a medida que las intervenciones de los bancos centrales con políticas no convencionales se expandieron, han vuelto a surgir voces críticas requiriendo una mayor supervisión en sus actividades. Es que algunas de las nuevas responsabilidades de los bancos centrales no tienen un objetivo o una medida precisa e inequívoca (como podría ser una tasa de inflación de 2% o 3%), lo que dificulta la rendición de cuentas de sus responsables.

En los tiempos del COVID-19, se incrementaron las preocupaciones sobre la independencia de los bancos centrales. Por un lado, fue y sigue siendo clara la presión por políticas que mitiguen el impacto de la pandemia sobre el nivel de actividad. Por otro lado, las presiones inflacionarias mundiales son llamadoras insistentes de mayores tasas de interés, lo que en un marco de altos niveles de deuda pública y privada, no podrán venir sin provocar descontento.

Los beneficios de la independencia de los bancos centrales de la interferencia política son innegables. Más independencia se ha trasladado en menores tasas de inflación en todo el mundo, contribuye a la sostenibilidad de la deuda y reduce el riesgo de crisis fiscales. Sin embargo, tampoco deben ignorarse las críticas, tanto en cuanto a la rendición de cuentas de sus autoridades, como a los desafíos a la eficacia de la política monetaria convencional que las criptomonedas puedan generar y cómo esto puede llevarlos a políticas menos convencionales con implicaciones fiscales y sobre la estructura económica.

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