OPINIÓN
El país está bien posicionado para captar plenamente los impulsos favorables que el mundo ya insinúa para una post pandemia cada vez más cercana.
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El excelente resultado de la reciente operación de deuda ejecutada por el gobierno refrenda la calidad de la política económica que Uruguay llevó adelante durante décadas, y que hoy se mantiene a pesar de las circunstancias extremas por las que atraviesa. Sin duda que hay riesgos subyacentes que pueden deteriorarla, pero los hechos son los hechos. Emitir deuda en moneda nacional a 10 años de plazo a una tasa del 8,25% bajo estas circunstancias, es un hito. También lo es hacerlo en dólares cotizando solo 0,8% por encima de lo que paga Estados Unidos por el mismo plazo. El reconocimiento no es para hincharnos el pecho de falsos triunfalismos, sino para invitarnos a reflexionar desde donde venimos, por los vericuetos que pasamos y dónde estamos, todo lo cual sirve para pensar hacia donde debemos ir.
Para empezar, ese largo camino, desde su comienzo, tuvo siempre como meta generar y preservar confianza, la cual se construye siempre a través del cumplimiento estricto de la ley. En términos prácticos, no es otra cosa que el respeto a los contratos, hecho que en materia financiera se traduce en el pago fiel de las deudas. En el último medio siglo, el país pasó por situaciones extremas de penurias económicas que obligaron a refinanciar adeudos con sus acreedores, en los que nunca se utilizó la palanca del default como instrumento para solucionar el problema. Siempre se recurrió al acuerdo entre las partes, lo que no eximía a que las negociaciones fueran intensas buscando proteger los intereses del país.
Eso posibilitó que después de la primera gran operación global de deuda ejecutada por el país bajo el mecanismos del Plan Brady en 1991, Uruguay lograra dos años después acceder a los mercados de deuda voluntario, para ya en 1997 lograr una calificación crediticia con grado inversor dada la reducción del déficit fiscal, la reforma de la seguridad social y la inflación por debajo de un dígito. Con ese telón de fondo, Uruguay emitió un bono global a 30 años de plazo, colocándolo en un sitial destacado entre los emisores de deuda soberana.
Luego soplaron los vientos de una crisis global comenzada en Rusia en 1998 que secó el financiamiento de países altamente endeudados como Brasil, lo que desequilibró sus cuentas externas, obligándolo a una mega devaluación en 1999. Ese impacto se irradió hacia la región, provocando una caída sustancial del nuestro PIB durante 1999-2002, junto a una crisis bancaria detonada desde Argentina que mutó en una crisis de endeudamiento externo. En la resolución de esos episodios, el gobierno de la época mantuvo siempre en alto de proteger el activo absoluto de la confianza, resistiendo las presiones del Frente Amplio y el FMI para utilizar al default como vía de salida (mayo 2003). Nuevamente, el logro de un acuerdo voluntario de refinanciamiento con sus acreedores fue rápidamente reconocido por los mercados, pues seis meses después se emite un bono global en UI, hecho que se convertirá en otro hito, pues Uruguay pasó a ser la primera economía emergente en hacerlo en su moneda, ajustado por inflación.
La preservación de la confianza también fue adoptada por las administraciones siguientes del Frente Amplio, cuando de su discurso arriaron consignas tales como el no pago de la deuda externa (default), culminando con la modernización institucional en el manejo de su deuda soberana través de la creación de la Unidad de gestión de Deuda ubicada dentro del MEF.
Los resultados exitosos en materia de manejo del endeudamiento externo también dependen de la calidad de la política macroeconómica. Si bien resta mucho por hacer, eso no implica desconocer el camino recorrido, más cuando miramos realidades regionales cercanas que nos cuesta entender. Gracias al esfuerzo de décadas se ha despejado el racionamiento en los mercados de bienes o servicios, incluyendo las divisas. El desafío actual de la inflación es corregir su desvío respecto a estándares internacionales. Lo mismo ocurre con la consistencia de las cuentas públicas, pues su consolidación sigue siendo un objetivo de aceptación social mayoritaria. Reflexionar sobre todos estos conceptos tiene implicancias muy profundas. Sea tanto a nivel de consumidores, de empresarios y el propio Estado. Primero, es una dimensión inseparable de la libertad individual.
Vivimos en una sociedad cuya normativa permite elegir sin tutelajes ni cepos arbitrarios. Segundo, ayuda a mejorar la calidad de las políticas públicas, pues facilita afinar la puntería hacia los objetivos que ayudan a mejorarla, como el debate de la segunda reforma de la seguridad social. Y por último, mejora la calidad de las decisiones del sector privado, pues reduce la incertidumbre, lo cual se traduce en una disminución al riesgo, hecho fundamental para una sociedad tan adversa a él.
En definitiva, el reconocimiento reciente de los mercados financieros es una refrenda a todos los preceptos anteriores y también al gobierno actual, quien se muestra alineado en la preservación de ese activo intangible que es la confianza.
Bajo esa realidad, el país está bien posicionado para captar plenamente los impulsos favorables que el mundo ya insinúa para una post pandemia cada vez más cercana. Aunque la pandemia dejará cicatrices indelebles, es muy probable que sus penurias económicas se reviertan rápidamente. Por nuestras condiciones propias y por el cariz promisorio que muestran las proyecciones del crecimiento económico global, plasmadas en aumentos de nuestros precios de exportación, permanencia del financiamiento a bajo costo y una demanda global insatisfecha.
En estos momentos, parecería que vamos hacia una mejora de la situación internacional tanto en lo sanitario como en lo económico. Es prematuro darle dimensión temporal y menos magnitud a ese escenario.