Al mismo tiempo que estamos enfrascados en nuestra contienda electoral, el mundo está movilizando giros que moldean nuevos escenarios globales, que obligan a adaptar nuestro posicionamiento internacional tanto en lo comercial como en lo político.
Para empezar, como marco de referencia global, amanece un vuelco hacia el autoritarismo como forma legítima de gobierno, dividiendo al horizonte político en dos hemisferios, en un vuelco histórico que parecía pertenecer a un pasado superado, pero que nuevamente dice presente. En Europa, posturas como la de Trump, tiene adeptos donde el primer ministro de Hungría, Viktor Orban, es su exponente máximo, a los que se agregan Turquía, Italia al mostrar su primera ministra Melloni su preferencia por liderazgos fuertes, por citar algunos. A su vez, el primer ministro de la India, Modi, muestra lo mismo, como manera de contrarrestar la predisposición de Estados Unidos, de ligar su política exterior a temas como la defensa de minorías raciales, étnicas y religiosas, en una sociedad que es un mosaico multicultural donde una disrupción de ese equilibrio, cuando lo hubo, género migraciones masivas y guerras civiles.
Por detrás de ello está la presencia de Putin, que ve en un vuelco hacia el autoritarismo, una justificación a su forma de entender cómo se maneja un país. De paso, le da la oportunidad de negociar mano a mano el tema de Ucrania, si fuera Trump el ganador de las próximas elecciones, aislando a Zelenski. Con ello cumpliría su objetivo final de consolidar sus ganancias territoriales, alejar a Ucrania de la OTAN y generar un nuevo mapa europeo de cara al siglo XXI, con menos presencia de Estados Unidos en el continente europeo, principalmente en defensa.
Y ganando Harris, la cuestión no está tan clara como para decir que hay una refrenda de la Alianza Atlántica surgida después de la segunda posguerra, pues los que mandan hoy y centran la atención son la contención de los hechos geopolíticos que dimanan del ascenso de China. Bajo esta realidad derivarán países como Alemania y Francia que deberán buscar una forma de posicionarse en un mundo que hasta hace poco era distinto al actual. Una situación nueva que introduce una cuña en la placidez de la Unión Europea que en su seno muestra intereses contrapuestos.
A ese entramado, se agrega la disputa por el liderazgo global entre Estados y China, donde el proteccionismo en todas sus variedades es el denominador común. Las diferencias son sólo de grado. Eso mismo ocurre dentro de la UE, donde hay varios países afectados por la penetración de la oferta industrial China, pidiendo más protección en particular para los autos eléctricos, e industrias conexas como las baterías. En tanto, Alemania se opone, pues China es el principal mercado para sus plantas de fabricación de automóviles factorías instaladas en el coloso asiático. Disturbios en esa relación, implicarían daños importantes al país germano.
Esa realidad tiene su correlato en nuestra región aledaña.
El anuncio de la firma del acuerdo Mercosur - Unión Europea en la próxima reunión del G20 es más para tapar un desaire previo de la UE a su anfitrión Lula, que una realidad con significado práctico. Hacerlo operativo implica refrendas parlamentarias de los países signatarios, donde hay quienes ya han dicho que no lo harán por los riesgos que implica sobre Polonia y su sector agrícola. Pero lo más importante, será la presencia de Xi Ping, con su anuncio de extender la ruta de la seda hacia Brasil, y su arrastre de implicancias geopolíticas y comerciales.
En primer lugar, muestra la visión de poner un pie firme en la economía más grande de América Latina, la que a su vez tiene una relación ambivalente con Estados Unidos. De concretarse, eso dibujaría un nuevo mapa geopolítico donde toda la región aledaña deberá tener en cuenta para optimizar su posicionamiento respecto al resto del mundo. A eso se agrega la nueva realidad de dependencia comercial de Brasil con China, gracias a la complementariedad de la oferta brasileña agropecuaria creciente con las necesidades de la matriz productiva de ese país.
En efecto, Brasil exportó en 2022 y 2023 el 52% y 62% de su oferta agroindustrial hacia China. Esto muestra la potencia de esa complementariedad que es creciente, convalidada por anuncios de extensión de áreas de siembra apuntalados por aumentos de productividad de envergadura sobre todo en la soja. En tanto, para Argentina estos guarismos son 6% y 4% respectivamente, pues su oferta agroindustrial exportable en soja son harinas y aceite, donde China tiene capacidad de procesamiento ociosa. Esto muestra su importancia como socio comercial de Brasil, hecho que promueve una realidad nueva donde un sector pujante crece al impulso de la demanda externa junto a un sector tradicional industrial proteccionista encaramado en San Pablo cuya frontera de expansión es el Mercosur.
La dinámica de esa realidad genera un escenario nuevo donde son previsibles tensiones, pues ambos sectores necesariamente tiene que divergir en cuanto a lo que significa la inserción internacional y en particular el Mercosur. China para Argentina es importante, pero no la dimensión que tiene para Brasil.
Aunque es prematuro delinear un escenario final, lo cierto es que el peso que impone esta realidad modelará la dinámica de hechos regionales. Mucho más si China aplica una política activa de penetración de su oferta industrial en el espacio del Mercosur, donde ya ha mostrado capacidad para lograrlo, a pesar del alto arancel externo común.
Ese es un hecho disruptivo nuevo, que puede tener consecuencias sobre el statu quo del Mercosur. Sobre estas nuevas coordenadas, nuestro futuro gobierno deberá optimizar su política comercial externa.