Javier de Haedo
Recientemente hubo dos noticias con impacto en las finanzas públicas y con muy diversa repercusión. La primera, la más notoria, la rebaja impositiva. La segunda, que pasó inadvertida, el aumento de los salarios en el Gobierno Central.
Con relación a la reducción del IRPF y el IASS, desde que se empezó a manejar el tema públicamente reconocí la legitimidad de la propuesta, que se había planteado en la campaña electoral y en el programa de gobierno, pero me opuse a ella por razones fiscales y conceptuales.
Las fiscales son obvias: el sector público tiene hoy un déficit de US$ 2.500 millones (3,4% del PIB) que ha comenzado a crecer después de septiembre. Las razones conceptuales: sabiendo que esos impuestos los pagan los contribuyentes de mayores ingresos (un tercio en el caso del IRPF y un cuarto en el del IASS), si hubiera recursos para asignar a alguien en la sociedad, mis preferencias irían por otros lados. Si hubiera.
La reducción, en términos anuales, de los impuestos referidos, alcanzó a US$ 110 millones y la de otros impuestos a US$ 40 millones. En el caso del IASS y del IRPF, ello representa una reducción del 5,3% en su recaudación, casi la cuarta parte de lo que, para el IASS, pedían legisladores del gobierno. El impacto fiscal de estas reducciones impositivas será de 0,2% del PIB. En cuanto al diseño de las medidas, en el caso del IRPF, destaco el aumento de la tasa de las deducciones y el aumento de las deducciones por hijos menores, lo que vuelve más equitativo al impuesto.
Las repercusiones políticas posteriores me merecen dos comentarios.
Primero, desde el gobierno se ha señalado que es preferible “más plata en los bolsillos de la gente que en los bolsillos del Estado”. Esa expresión comprende una falsa oposición entre las alternativas planteadas, porque en los bolsillos del Estado no hay plata, que sólo la habría en caso de tener superávit, dado que tiene el déficit referido de US$ 2.500 millones (o, en el mejor de los casos, con un déficit fiscal menor a 2,5% del PIB, que es el que permite mantener estabilizada la deuda versus el PIB). Por lo tanto, la plata que sale de los bolsillos del Estado para bajar impuestos, sale de un mayor endeudamiento del Estado.
Segundo, desde la oposición se planteó la idea de que con esta medida se estaba “devolviendo” a los contribuyentes lo que antes se les había sacado, al utilizar el IMS y no el IPC para actualizar la BPC (y por lo tanto el mínimo imponible de los impuestos) cada año. Ese análisis contra fáctico es traído de los pelos: más allá de que la ley autoriza al gobierno a optar por cualquiera de los índices referidos, si bien con el IPC habría bajado la incidencia del impuesto, con el IMS no se la aumentó, sino que se la mantuvo. ¿Y por qué el gobierno habría de querer bajar la incidencia del impuesto en vez de mantenerla? Curioso concepto de una oposición que cuando estuvo en el gobierno siempre usó al IPC para actualizar la base de cálculo de estos impuestos, que era el índice más conveniente desde el punto de vista fiscal y que aumentaba año a año la cantidad de contribuyentes. Es evidente que no existe la tal “devolución”, sino que se trata de una rebaja impositiva.
El otro tema con impacto fiscal, pero que pasó inadvertido, consiste en el aumento salarial en el ámbito del Gobierno Central. Según el relevamiento del INE, ese aumento fue de 9,6% en enero, al que debe añadirse el adelanto de 2% dispuesto desde julio pasado. De este modo, el INE informa que en los últimos 12 meses esos salarios subieron 12,0%.
Ese aumento salarial excede largamente a la inflación pasada, de 8,3% en 2022 y mucho más a la que espera el MEF para este año, de 6,8%. Por tanto, puede terminar representando un aumento real del orden de 4% en el rubro remuneraciones del Gobierno Central en todo 2023 frente a 2022. A su vez, dada la regla constitucional de aumentos de las pasividades, el impacto se traslada a 2024.
Como hemos comentado en columnas anteriores, el gobierno tuvo un comportamiento fiscal encomiable hasta que cumplió, en septiembre, la mitad de su mandato. Entonces se llegó a un déficit del sector público de 2,5% del PIB. Luego se asistió a un importante deterioro: en los tres meses finales del año pasado el déficit saltó hasta 3,4% del PIB, donde se mantuvo a enero.
Ese deterioro se debió a un fuerte aumento de las inversiones, a una caída en el resultado primario y corriente de las empresas estatales y a la desaceleración de la economía que afectó la recaudación de impuestos. También subieron gastos no personales y transferencias.
Mientras tanto este año, para el cual ya se bajó de 3% a 2% la estimación oficial de crecimiento económico (con un obvio efecto sobre la recaudación de impuestos), empezó con la rebaja impositiva y con el aumento salarial ya referidos y con el anuncio de que todavía hay margen (el “espacio fiscal” de otrora) para volver a aumentar el presupuesto en la Rendición de Cuentas.
En mi columna del 12 de noviembre pasado, titulada “Regla fiscal versus carnaval electoral” planteé mi confianza en que, dada la satisfactoria trayectoria fiscal del actual gobierno, que además legisló una buena institucionalidad fiscal y que ha cumplido de manera contundente con la regla que surge de ella, esta vez se quebraría la vieja regla de los carnavales electorales y que se impondría la conducta fiscal en la segunda mitad del mandato.
El cierre del año pasado y el inicio del presente dan para encender algunas luces amarillas en ese sentido. Habrá que mantener la lupa sobre los números fiscales.