Paul Krugman
La población china disminuyó el año pasado por primera vez desde las muertes masivas asociadas con el desastroso Gran Salto Adelante de Mao Zedong en la década de 1960. O, tal vez, sería más preciso decir que China ha anunciado que su población disminuyó. Muchos observadores están escépticos frente a los datos chinos. He estado en conferencias en las que, cuando China divulga, por ejemplo, nuevos datos sobre crecimiento económico, mucha gente no responde preguntando “¿Por qué el crecimiento fue del 7,3%?”, sino más bien “¿Por qué el gobierno chino quiso decir que fue del 7,3%?”
En todo caso, queda claro que la población de China está o pronto estará en su punto máximo; lo más probable es que la población lleve varios años en picada. Sin embargo, ¿por qué considerarlo un problema? Después de todo, en las décadas de 1960 y 1970, a mucha gente le preocupaba que el mundo se enfrentara a una crisis de sobrepoblación y China era uno de los mayores orígenes de esa presión. Además, el propio gobierno chino intentó limitar el crecimiento de la población con su famosa política del hijo único.
Entonces, ¿por qué el descenso de la población no es una buena noticia, un indicio de que en China y en el mundo en general habrá menos personas exigiendo los recursos de un planeta finito?
La respuesta es que el declive de la población crea dos grandes problemas para la gestión económica. Estos problemas no son irresolubles, pues hay claridad intelectual y voluntad política. Pero, ¿China estará a la altura del desafío? Eso no está nada claro.
El primer problema es que una población que disminuye también es una población que envejece y en todas las sociedades que conozco dependemos de los jóvenes para mantener a las personas mayores. En Estados Unidos, los tres grandes programas sociales son la seguridad social, Medicare y Medicaid; los dos primeros están dirigidos explícitamente a las personas de la tercera edad e incluso el tercero gasta la mayoría de su dinero en los estadounidenses mayores y las personas con discapacidad.
En cada uno de los casos, el financiamiento de estos programas, a final de cuentas, depende de los impuestos que pagan los adultos en edad de trabajar y, la preocupación por el futuro fiscal a largo plazo de Estados Unidos, se debe en su mayor parte al aumento en la tasa de dependencia de la tercera edad, es decir al aumento de la proporción de adultos mayores con respecto a los que están en edad de trabajar.
La red de seguridad social de China está relativamente poco desarrollada en comparación con la nuestra, pero aun así los chinos de la tercera edad dependen de la ayuda del gobierno, en especial de la pensión estatal. Además, en China, la tasa de dependencia de la tercera edad se está disparando. Esto significa que China tendrá que depositar mucha carga económica en sus ancianos, aumentarles los impuestos de manera dramática a los ciudadanos más jóvenes o ambas cosas.
El otro problema es más sutil, pero también es grave. Para mantener el empleo pleno, una sociedad debe tener un gasto total que sirva para mantener la capacidad productiva de la economía. Podría pensarse que la disminución de la población, lo cual reduce la capacidad, facilitaría esta tarea. Sin embargo, la caída de la población —en especial de la población en edad de trabajar— tiende a reducir algunos tipos importantes de gasto, en particular el gasto en inversión. Después de todo, si disminuye la cantidad de trabajadores, hay menos necesidad de construir fábricas, edificios de oficinas, etcétera; si el número de familias disminuye, no hay mucha necesidad de construir viviendas.
El resultado es que una sociedad en la que hay un declive en la población en edad de trabajar —y en la que todo lo demás se mantiene igual— tiende a experimentar una debilidad económica persistente. Japón es un buen ejemplo. Su población en edad de trabajar alcanzó su punto máximo a mediados de los años noventa y, desde entonces, el país ha tenido dificultades con la deflación, a pesar de haber vivido décadas con tasas de interés extremadamente bajas. Hace no tanto tiempo, otros países ricos con demografías que empezaron a parecerse a la de Japón comenzaron a enfrentar problemas similares, aunque estos problemas han quedado al margen —yo diría que de manera temporal— a causa del estallido de la inflación que ocasionaron las respuestas políticas contra la COVID-19.
Para ser justos con los japoneses, se puede decir que han manejado bastante bien el problema del descenso de la población, pues han evitado el desempleo masivo, en parte, apuntalando su economía con un gasto deficitario. Esto ha producido altos niveles de deuda pública, pero no ha habido ningún indicio de que los inversionistas estén perdiendo la fe en la solvencia japonesa.
Sin embargo, ¿China —con una población en edad de trabajar que ha estado en picada desde 2015— podrá gestionar las cosas igual de bien? Hay buenas razones para ser escépticos.
Desde hace mucho tiempo, China ha tenido una economía muy desequilibrada. Por razones que admito no comprender del todo, los formuladores de políticas han sido reacios a permitir que todos los beneficios del crecimiento económico pasado lleguen a los hogares, lo cual ha provocado una demanda de consumo relativamente baja.
En cambio, China ha sostenido su economía con tasas de inversión muy altas, muy superiores incluso a las que prevalecieron en Japón en la parte más alta de su infame burbuja de finales de la década de 1980. Invertir en el futuro suele ser bueno, pero cuando una inversión muy alta choca con una población en declive, es inevitable que una gran parte de esa inversión produzca rendimientos decrecientes.
De hecho, en este momento la economía de China parece depender de un sector inmobiliario increíblemente inflado, lo cual sin duda luce como una crisis financiera en ciernes.
Sería ingenuo suponer que China no puede hacerles frente a sus problemas demográficos. Después de todo, si consideramos el largo plazo, China ha sido una historia de éxito increíble, pues se transformó de una nación pobre y en desarrollo a una superpotencia económica en tan solo unas décadas.
Por otro lado, tengo la edad para recordar cuando todos los libros de negocios parecían presentar un guerrero samurái en la portada y prometían enseñar los secretos de gestión que estaban convirtiendo a Japón en el líder económico mundial.
El asunto es que para las economías, al igual que para los fondos de inversión, el rendimiento pasado no es ninguna garantía de resultados futuros. No sabemos hasta qué punto los retos demográficos de China la harán tropezarse, pero hay buenas razones para estar preocupados. He oído a pesimistas que describen la situación de China como si fuera similar a la del Japón posterior al auge, sin el mismo alto nivel de cohesión social que les permitió amortiguar la caída al gobierno y a la sociedad.
Además, China es una superpotencia con un líder autoritario que parece errático. No creo que sea alarmista preocuparse de cómo reaccionará el país si le va mal a su economía.