En 2003, dos prestigiosos profesores de laUniversidad de Chicago,Raghuram Rajan yLuigi Zingales, publicaron un libro titulado “Salvando el capitalismo de los capitalistas” cuyo argumento central se apoya en el poder del mercado para crear bienestar bajo el supuesto que actúa en competencia.
El caso que analizan los autores son las crisis financieras y bancarias, donde marco regulatorios inadecuados —sea por omisión o por exceso— posibilitan alta concentración, estrategias operativas donde se subvaloran los riesgos asumidos y que una vez ocurrida una crisis, dados los riesgos sistémicos del contagio de una crisis generalizada financiera sobre el resto de la economía, se procede a la socialización de las pérdidas y en mucho menor medida sobre sus responsables.
El libro no cuestiona la operativa de la economía de mercado, y por tanto al capitalismo, como la mejor forma de generar bienestar, sino que advierte sobre los efectos negativos que ocurren cuando su operativa es cooptada por intereses sectoriales o por regulaciones inadecuadas, propiciadas en muchos casos por sus eventuales beneficiarios ,que descargan costos sobre el resto de la sociedad, como lo ha demostrado la historia tras los sucesivos rescates del sector financiero en distintas plazas del mundo.
Estos argumentos también son aplicables a otros ámbitos de la actividad económica, lo cual abre el interesante debate de cómo asegurar que el sistema converja a condiciones operativas de competencia para evitar pérdidas y mejorar el bienestar social. Ahí surge otra rama compleja del debate que refiere a cuáles son las políticas públicas que evitan la captación de rentas fruto de condiciones de mercado alejadas de la competencia. O cuáles son las normas que deben evitarse, pues incentivan beneficios extraordinarios propiciados por el lobby empresarial.
También, de ser necesario, cuáles son los marcos regulatorios que zanjen imperfecciones o conductas monopólicas o monopsónicas en la formación de precios, tanto al consumidor final como a los insumos. Es un tema insoslayable, que atraviesa a todo gobierno cualquiera fuera su tinte ideológico, y que ignorarlo implica pérdidas sociales. Sobrevolando sobre todos estos aspectos esta otra realidad perniciosa que es la formación de una cultura de buscadores de renta (rent seekers) que adormece la dinámica de la creatividad, fuente de productividad, y que es un émbolo vital para el crecimiento.
Al respecto, los autores, proviniendo de un cerno académico liberal como la Universidad de Chicago, dicen “los mercados no pueden prosperar sin la mano muy visible del gobierno, que es necesaria para establecer y mantener la institucionalidad en la que los participantes pueden comerciar libremente y con confianza”. El capitalismo de libre empresa, por tanto, no es la etapa final de un proceso evolutivo determinístico. Sino que “resulta mejor pensar que se trata de una planta delicada, que ha de ser criada protegiéndola de los ataques constantes de las hierbas malas que son los intereses creados”. Es una aseveración contundente contra los lobbys empresariales que buscan obtener regulaciones favorables para sus intereses.
En tal sentido, sus propuestas de política son simples. Primero exponerlos a la competencia externa de manera de limitar su poder en el ámbito doméstico. Por tanto, las economías cerradas son proclives a operar con reglas reñidas con la competencia. Segundo, evitar la concentración de grandes grupos económicos, pues en los eventos de zozobra o quiebra presionan a los gobiernos por asistencia argumentando los daños colaterales que se evitan sobre la sociedad (too big to fail). Tercero, es necesario educar a la sociedad sobre la conveniencia de la operativa de mercados competitivos sobre su bienestar, de manera tal de incentivar a los gobiernos a mantenerse alertas cuando ocurren desvíos en esa materia.
Esto sirve de preámbulo para reflexionar sobre las conclusiones de estudios recientemente realizados en nuestro país acerca de la formación de precios en algunos rubros de la canasta familiar, donde se constatan desvíos respecto a la comparación internacional, que hacen suponer la operativa de mercados que no operan en competencia.
Las explicaciones cubren una gama amplia, cuyos ejemplos relevantes van desde situaciones de posición dominante, sistemas de distribución en exclusividad y de pasos sucesivos, pasando por regulaciones sanitarias cuya modalidad desestimula la competencia, hasta burocracia innecesaria que actúan como protección encubierta, y obstaculiza la entrada de nuevos competidores.
Realidad parecida ocurre con los precios del sector granjero expuestos a la comparación regional. Sabemos que es una actividad importante, con fuerte impacto en pequeños productores. Pero la pregunta a responder es si las políticas actuales que lo aíslan de la competencia externa son las adecuadas para explicitar su potencial, o sirven para mantener un status quo que no aumenta los ingresos de la mayoría de sus productores y aplica un costo desmedido sobre el resto de la sociedad.
Lo mismo puede decirse en los temas de logística, donde la segunda postergación de la entrada en vigencia de la normativa de distribución de combustibles, presionado por quienes se entendían afectados, confirman un estado de situación que frena la productividad, llave maestra del crecimiento y fuente de bienestar.
Lo dramático es que la sociedad y la política como su representante cabal lo ven como algo lejano y secundario, cuya mayor importancia es la de aumentar un escalón el nivel de precios, pero que al final del camino no es más que un juego de suma cero. Y que modificarlo tiene costos de corto plazo, que no se compensan con beneficios inmediatos. Es un error, pues tal postura desconoce los efectos dinámicos adversos sobre la realidad económica, la matriz cultural de la ciudadanía y la del empresariado en particular, al incentivar una sociedad buscadora de rentas que la hace ajena a la creatividad.