Más autos, las mismas calles: el lado indeseable de algo deseable

La combinación del aumento de la circulación de automóviles con el escaso cambio en vías de comunicación ha provocado lo que en Teoría Microeconómica se denomina “costos sociales”.

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El tránsito en Montevideo
Getty Image

Varias razones se han conjugado para elevar significativamente la venta de autos en la última década y media. Su demanda depende de numerosas cosas —variables, decimos los economistas—. Entre otras, su precio, el de los sustitutivos de los servicios que brindan los autos, el de los bienes o servicios complementarios —nafta, mantenimiento, costo de la patente, etc.— y el ingreso de la población. Como se sabe, con la irrupción al mercado de una mayor competencia en todo tipo de autos, los precios han declinado significativamente y, además, el ingreso de la población ha subido de manera continua. Por si fuera poco, desde hace ya casi dos décadas los salarios se han apreciado considerablemente en dólares, lo que ha facilitado también la mayor demanda por vehículos.

Dadas las razones indicadas, las ventas de autos de los últimos diez años ha sido de —aproximadamente— 482 mil unidades que, descontados los autos que habrían salido de circulación, implica que hoy el parque automotor tendría no menos de 385 mil unidades más en circulación que en 2012, la mayoría de las cuales transitan por Montevideo. La realidad nos dice que su circulación en un contexto vial urbano que no ha experimentado cambios ni transformaciones para acompañarlo, ha tenido consecuencias destacables

La combinación del aumento de la circulación de automóviles con el escaso cambio en vías de comunicación ha provocado lo que en Teoría Microeconómica se denomina “costos sociales”. Se trata, en este caso, de lo que Gary Becker —Nobel de Economía en 1992— planteó en el análisis de la formación de precios en distintos mercados: el costo del tiempo. Llegar de Malvín a trabajar a la Ciudad Vieja, por ejemplo, ya no toma 15-20 minutos como hace algunos años sino el doble o más en horas pico. Vale decir que realizar ese trayecto no solo tiene el costo de la nafta del vehículo, el de su depreciación, hasta el nuevo servicio, el proporcional por la patente y el imputable a la probabilidad de un accidente —entre otros—, sino también el del tiempo que se pierde para realizar otros trabajos remunerados o simplemente para gozar de mayor ocio.

La reacción de quienes padecen el mayor costo que implica trasladarse al mismo lugar que antes debido al “costo del tiempo muerto” pasa por tratar de evitarlo, por lo que puede ir por el lado de tomar rutas por calles transitoriamente menos concurridas, ahorrar en otros costos como el de combustible, o usar el transporte colectivo para aprovechar el tiempo del viaje para realizar tareas rentadas o simplemente leer, chatear o realizar alguna actividad que podría asimilarse, en tiempo, al que se dedica a ellas en las horas de ocio. Pero la reacción más importante es cuando se deciden cambios que impliquen un menor costo social —en términos económicos—. Por ejemplo los que llevan a evitar ir a la Ciudad Vieja —en el caso que tomamos como ejemplo—, mudando la sede laboral a otros lugares que impliquen abatimiento del costo del tiempo que se usaba para ir a la sede laboral original.

Hoy la realidad muestra que esas decisiones han sido tomadas por numerosas empresas y trabajadores, pero a un costo significativo tanto para ellos —aunque menor al del costo del tiempo anterior—, como para quienes en sus zonas, han recibido masivamente a los nuevos pobladores temporales, de cinco días a la semana. Entornos que antes eran residenciales y que pasaron a tener muchísima actividad comercial, empresarial y profesional. Algo que, se observa, saltea lo permitido por ordenanzas municipales. Es notorio lo indicado cuando uno pasa por lugares del sureste de Montevideo que antes solo en época de verano tenía un alza leve en la circulación del lugar. Como consecuencia, también ha habido, en esas zonas, una pérdida de valor patrimonial que no ha sido evaluada por las autoridades correspondientes.

No se han visto decisiones y medidas que hayan solucionado de manera significativa las derivaciones naturales del aumento del parque automotor. Solamente ha habido algunas, que no son de fondo, como la obligación del tránsito vehicular en un solo sentido —flechamiento de calles—, estacionamiento permitido en un solo lado de la calzada, o la fijación de extensos tramos de circulación sin habilitación para doblar hacia uno de los lados de la calzada.

Ronald Coase —Nobel de Economía en 1991— introdujo entre otras cosas, el análisis de los costos de transacciones en el caso de las negociaciones entre partes con objetivos diferentes sobre un objetivo, ante ausencia de derechos de propiedad definidos para cualquiera de las partes. Un ejemplo es el de la polución generada por una industria sobre un río en el que pescan numerosas empresas o personas y sobre el que no hay derechos de propiedad definido para ninguna de las partes y cuya solución es imposible, pues tiene costos de transacciones muy altos lo que lleva a la intervención estatal. En el caso de los barrios residenciales que actualmente vienen siendo afectados significativamente en tranquilidad, valor de inmuebles y costos sociales desmedidos, la intervención de las autoridades pertinentes debe sustituir con sus decisiones a la negociación entre las partes. Ante la ausencia de obras municipales que alivien el tránsito vehicular y el costo de su permanente incremento, es de orden prohibir la instalación de empresas, comercios y otros negocios por el estilo en zonas residenciales y autorizar zonas especiales para los negocios.

Se trata de una forma de proceder que evitaría los mayores costos sociales que naturalmente aparecen en zonas residenciales y que provocan quienes intentan solucionar los que a ellos afectan.

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