Durante las últimas dos décadas se han construido algunas buenas políticas macro en Uruguay, que inicialmente fueron muy resistidas y criticadas, pero en definitiva terminaron siendo aceptadas y validadas. Analicemos un par de ejemplos ya consolidados y otros dos en desarrollo que parece serán muy difíciles de revertir a la larga, salvo pagando altos costos en reputación y/o de otra índole.
Primero, la desdolarización. Uno de los mayores errores de Uruguay tras la salida de la crisis de 1982 fue reforzar el proceso de dolarización impulsado en los setenta. Esto acrecentó los riesgos de insostenibilidad fiscal, potenció vulnerabilidades financieras en el sistema bancario y limitó los necesarios ajustes de Tipo de Cambio Real ante shocks externos adversos. Desde mediados de los ’90 varios economistas comenzamos a proponer políticas y medidas concretas para desdolarizar que, recién después de la crisis de 2002, se terminaron materializando con cambios regulatorios y la creación de la Unidad Indexada (UI). Gerardo y José Antonio Licandro lideraron desde el Banco Central la agenda de investigación y las propuestas, que tuvieron muchas resistencias y críticas iniciales, pero de las cuales perduran solo algunas muy aisladas.
Segundo, la gestión de la deuda pública. Antes de la crisis de 2002, la deuda pública uruguaya estaba, además de dolarizada, mal perfilada, con muchos vencimientos cortos y escasa participación de los préstamos a tasa fija. Eso amplificó el colapso y obligó a una reestructuración de pasivos en 2003. También a fines de los ’90 se había iniciado una incipiente agenda de investigación e intercambio entre el Ministerio de Economía y el Banco Central para avanzar en la creación de una Oficina de Deuda para mejorar su gestión. Circularon varios documentos liderados por el propio Gerardo Licandro y Umberto Della Mea, que proponían adoptar las mejores prácticas internacionales.
También hubo críticas teñidas aduciendo aumentos de costos de financiamiento por emitir más en moneda nacional, a largo plazo y tasa fija. Sin embargo, hoy también parece una estrategia ampliamente consolidada.
Analicemos ahora dos casos en desarrollo que —si bien técnicamente son aceptados a nivel global— han generado resistencias en Uruguay.
Es bien conocido que, pese a ciertos progresos, el país ha enfrentado algunos problemas en términos de estabilidad macrofiscal. Tuvo algunos riesgos de insostenibilidad en las finanzas públicas que amenazaron la mantención del grado inversor (investment grade) y la política fiscal fue procíclica, junto con caracterizarse por altos grados de discrecionalidad vinculados sobre todo al ciclo electoral.
En países con buena gestión fiscal se adoptaron reglas e instituciones tendientes a aminorar dichos problemas. En esa dirección se movió Uruguay al introducir en 2020 una nueva institucionalidad fiscal, que incluyó una regla de tres pilares (balance estructural, gasto primario y endeudamiento), combinada con la creación de un Consejo Asesor y un Comité de Expertos para el PIB potencial.
Aunque puede y debe mejorarse, todo esto ha recibido una buena evaluación de los mercados financieros y de otros agentes económicos relevantes. Uruguay tiene hoy el menor spread soberano de la región (80 puntos básicos), las agencias de rating mejoraron sus calificaciones crediticias y los organismos multilaterales han emitido juicios positivos al respecto.
Sin embargo, internamente, la regla e institucionalidad recibieron cuestionamientos al extremo de promoverse su derogación en el referéndum contra la Ley de Urgente Consideración. Refrendada ésta, las críticas integristas dieron paso a objeciones parciales y propuestas de mejora. Más vale tarde que nunca. También parece ser un camino “sin retorno”, salvo bajo el costo de reavivar los mencionados problemas y riesgos fiscales, incluyendo la amenaza de perder el grado inversor.
El otro tema en desarrollo es la adopción de un régimen pleno y creíble de Metas de Inflación (Inflation Targeting), con gran flexibilidad cambiaria y objetivos inflacionarios más ambiciosos, consistentes con el estándar global de estabilidad de precios y la recreación de una moneda de calidad. El Banco Central del Uruguay (BCU) ha ido avanzando en esa dirección por la vía de los hechos sin apartarse del derecho, aunque con un marco legal e institucional aún insuficiente en términos de autonomía e independencia,
Todavía se escuchan críticas sobre este inexorable proceso, pero se trata de un debate crecientemente balanceado, con mayor peso de argumentos técnicos y más referencias a buenas prácticas internacionales. Además, como en los otros desarrollos, tampoco éste será barato revertirlo al diseminarse e internalizarse sus beneficios y el balance positivo de los avances.
En fin, podrían elaborarse varias conjeturas de esta forma de construir mejores políticas macro. A Uruguay “todo llega lento”, suele decirse. También podrían invocarse razones ideológicas o simplemente estrategias de oposiciones sistemáticas. Por último, pero quizás lo más importante, hay ignorancia o falta de actualización en ciertos ámbitos políticos y económicos.
Con todo, en los tres frentes ha habido progresos durante las últimas décadas. Hay acceso más rápido a las buenas prácticas de los países exitosos. Ha habido alternancia en el poder que genera pragmatismo, con continuidad y cambio, al “estilo uruguayo”. Finalmente, ha mejorado la formación en macroeconomía desde mediados de los ’90 al irrumpir algunas universidades privadas, algunos cambios académicos en la universidad estatal y más postgraduados en el exterior.
“Caminante hay camino y el camino también se hace al andar” es un refraseo posible de la poesía de Machado y el canto de Serrat. Es, además, una buena síntesis para caracterizar y proyectar algunas mejores políticas macro en Uruguay.