A veces, las medidas adoptadas por los gobiernos tienen consecuencias inesperadas o incluso diferentes, opuestas a las esperadas. Hace unos días veía en la TV argentina a un legislador, que había impulsado un proyecto de ley de alquileres —que fue aprobado— lamentarse de sus efectos, hasta el punto de arrepentirse de haberlo patrocinado y buscar ahora su modificación.
El tema de los alquileres es de los favoritos de los legisladores y también lo es el del endeudamiento de las personas. Se identifica una parte “débil” en un negocio entre particulares e ipso facto se procede a aguzar la creatividad para “defenderlos”, pero muchas veces, por soslayarse los efectos económicos de las medidas, se consigue lo contrario.
En Argentina, tras la vigencia de esa ley, desaparecieron del mercado las viviendas en alquiler. Y, como resulta obvio, no hay alquiler más caro que aquel que no se puede conseguir. Cómo será la cosa, que los propietarios prefieren resignar la renta del inmueble, y cargar con los costos (impuestos y expensas) con tal de no arriesgar a terminar siendo rehenes de una mala legislación.
En nuestro país están sobre la mesa dos definiciones del mismo estilo. Una refiere a deudores del BHU por viejos créditos hipotecarios y otra a deudores lisos y llanos. En el primer caso, hay un proyecto impulsado por el Poder Ejecutivo a instancias de un grupo de legisladores oficialistas. En el segundo, a falta de un acuerdo en ese sentido, hay una propuesta de convocar a un plebiscito para regular la tasa de interés de los créditos (por la usura) y restructurar las deudas de cientos de miles de personas físicas.
Lo que va a ocurrir, en caso de prosperar esas iniciativas, consiste, en el caso de los créditos hipotecarios, en la socialización de pérdidas privadas: se informa acerca de un monto de US$ 590 millones. Es posible que no pase mucho más que eso (que ya es bastante) y que no haya consecuencias sobre esa categoría de créditos en el caso de la banca privada, pero esta intervención desde la política no dejará de ser un mal antecedente para ese mercado.
Otra cosa es el proyecto sobre las deudas de las personas físicas en general, que sí puede tener efectos sobre el mercado de crédito a las familias. Según sus impulsores, se busca hacer efectiva la prohibición de la usura y reestructurar las deudas de cientos de miles de uruguayos que son considerados deudores irrecuperables. Limitar las tasas de interés y cambiar forzosamente los términos de los contratos de crédito sí puede tener consecuencias sobre el crédito en el futuro y, como en el caso de los alquileres, no hay crédito más caro que aquel que no se puede conseguir.
El desconocimiento de los efectos económicos es también frecuente en materia impositiva, donde el legislador suele creer que el impuesto lo habrá de pagar aquel a quien la ley define como su sujeto pasivo. Pero las leyes de la economía no son alterables por las del derecho, al menos sin generar consecuencias. El impuesto lo terminará pagando, en realidad, aquel que no tenga posibilidad de trasladárselo a otro y esto dependerá de las elasticidades de la oferta y la demanda en el mercado respectivo. Volviendo a los alquileres, el IRPF que los grava desde 2007 en nuestro país, lo pagará el propietario siempre que no se lo pueda trasladar al inquilino y es evidente que lo hará, por ejemplo, en momentos de alta demanda por viviendas para alquilar.
El lector podrá imaginar el caso de un impuesto a los salarios, se llame “patronal” o “personal”. Aquel que pretenda aumentar la fracción patronal del impuesto (con el obvio propósito de no gravar al empleado, una vez más, la parte identificada como la más débil) seguramente se verá defraudado si luego comprueba su traslación hacia él (al contratarse menos trabajadores, por volverse más “caros”) o, dependiendo del mercado de bienes o servicios en el que opera la empresa, hacia los consumidores.
Sigamos con los salarios. Es claro que, en condiciones normales, de equilibrio, ellos tenderán a subir en términos reales según sea la diferencia entre el crecimiento de la economía y el del empleo. La cuestión es que esas condiciones de equilibrio a veces resultan de situaciones anómalas, no competitivas. Veamos un caso bien claro.
Consideremos la situación de una economía con alta protección a la producción nacional, derivada de privilegios (que es la palabra adecuada, en vez de protección) como por ejemplo los altos aranceles a la importación, las cuotas para importar o los tipos de cambio ad hoc. Esas industrias obtendrán rentas superiores a las de un mercado en competencia y esas rentas permitirán remunerar mejor a los diferentes factores productivos. Podrá pagar mejores salarios y acceder a mejores créditos, en detrimento de los sectores no “protegidos”.
El día que se terminan esos privilegios, en el marco de una apertura de la economía, los salarios reales deben ajustarse a la nueva realidad y en el caso extremo en que la industria desaparezca, el salario, que es el valor de la productividad marginal, pasa a ser cero. Es por esto que la apertura de la economía es muchas veces resistida por las empresas beneficiarias de aquellos privilegios y por sus sindicatos, que los comparten.
En el título y a lo largo de este artículo, me referí al “desconocimiento” de los efectos económicos. Pero, detrás suyo siempre estarán, inexorablemente, algunas de las cuatro íes fatales: la ignorancia, la ideología, la idiosincrasia y los intereses creados.