Quizá por mi edad, soy de los economistas que siguen creyendo que toda deuda pública es deuda pública y que todo déficit fiscal es déficit fiscal. Y aunque lo anterior suene obvio, no lo es en estos tiempos de novelerías con revisión de conceptos (y principios, pero eso ya es otra cosa) como si todo lo pasado hubiera estado mal.
Ahora el déficit que importa parece ser el primario (sin contar nada menos que los pagos de intereses de la deuda) y el ámbito fiscal relevante el “sector público no monetario” que excluye, queda claro, a la autoridad monetaria.
La deuda que ahora importa seguir, consistentemente con las nuevas definiciones, es la de aquel sector y sin la del banco central. Para los no economistas aclaro que no estoy criticando a nuestras autoridades, que solo cumplen con los nuevos manuales que organismos internacionales ponen de moda, igual que cambian sus principios y los énfasis en las políticas que impulsan, ahora más correctas políticamente, quizá para lavar sus culpas de errores y horrores cometidos en el pasado.
En el caso del déficit, también hay una creciente predilección por el “estructural”, que es imposible de calcular mes a mes, sino a año vencido, y, aun así, sobre la base de supuestos de crecimiento a largo plazo que cambian e inciden en sus resultados (aquí se lo ajustó desde 2,3% en 2020 a 2,8% en 2023).
En todo caso se trata de una variable no observable sino estimable en base a supuestos. Un indicador que debe servir de apoyo al análisis pero que en modo alguno debe desplazar a la medición convencional, observable y publicada con decimales por las autoridades cada fin de mes.
¿A qué viene esto? A que es indudable que las Letras de Regulación Monetaria (LRM) que emite el BCU son deuda pública por donde se las mire. Y que son mucho más deuda pública que instrumentos de regulación monetaria. “Le nom ne fait rien à la chose”.
El propósito de la regulación monetaria es acompañar la estacionalidad de la demanda de dinero a lo largo de un mes y a lo largo de un año. Diciembre es el mes típico de un aumento extraordinario en la demanda de dinero y el Banco Central debe proveerlo, retirándolo en las semanas siguientes. En Uruguay el stock de LRM pasó de US$ 9.500 millones a fin de noviembre a US$ 8.900 millones a fin de diciembre y volvió, a fin de enero, a los US$ 9.500 millones. Es decir que el BCU debió amortizar US$ 600 millones de LRM en diciembre y volver a emitirlas en enero, para regular la liquidez ante un aumento primero y una disminución, después, en la demanda de dinero.
La pregunta obvia: ¿para qué necesita el BCU un stock de semejante magnitud para usar el instrumento, a lo sumo, por solo el 7% del stock?
Esa deuda pública que no se usa para la regulación monetaria es conceptualmente más propia del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) que del BCU. Debería estar en el MEF, siendo administrada por la Unidad de Gestión de Deuda (UGD) y no en donde está. Incluso sus plazos (de hasta 24 meses) prueban que su verdadero propósito no es la regulación monetaria. Esa parte de la curva debería estar en el MEF. Es más, el BCU no necesita emitir deuda propia para hacerlo, bastaría con que licitara compras y ventas de títulos del MEF con ese propósito.
Terminemos ya con las LRM, como en Argentina, donde el nuevo gobierno está sacando del Banco Central de la República Argentina (BCRA) a las LELIQ y similares, que están siendo remplazadas por deuda del Tesoro.
Veamos algunos números. Al cierre de 2023 el stock de LRM representaba casi tres veces la base monetaria, alrededor de 11% del PIB, y las reservas propias del BCU no alcanzaban a cubrir ese stock al tipo de cambio observado.
En ese contexto y con esos números, el MEF debió capitalizar, una vez más, en diciembre, al BCU. Lo hizo por US$ 1.550 millones para ponerlo en regla tras sucesivas y cuantiosas pérdidas de patrimonio en el último trienio: US$ 576 millones en 2021, US$ 1.269 millones en 2022 y US$ 482 millones en 2023.
Viene al caso señalar que se hizo bien en proceder a esa capitalización, que en sí misma no significa nada en materia fiscal ni de deuda. Se trata de una regularización contable que implica un juego de suma cero. Lo que sí es relevante es ver las causas que llevaron a esa necesidad. Y las causas principalísimas son dos: una, la pérdida por diferencia de cambio debida a la caída del tipo de cambio en un balance con activos en dólares y pasivos en pesos, y dos, los intereses pagados por esas LRM.
En última instancia, es la política monetaria la que está detrás de esas pérdidas y de esa capitalización, al elevar la tasa de interés y deprimir el tipo de cambio. Lo que no habría ocurrido de no estar esos activos y esos pasivos en el BCU.
¿Cómo resolver este entuerto?
El MEF podría licitar Letras de Tesorería (LT) en pesos a los mismos plazos que las LRM y recibir en canje LRM. Por el total del circulante. El MEF entregaría al BCU las LRM recibidas y recibiría a cambio, primero, los títulos originados en capitalizaciones pasadas como la reciente, y luego, dólares (activos de reserva). Desde allí sería el MEF el que gestionaría esa deuda con sus propios criterios. El BCU dejaría de emitir LRM y operaría la regulación monetaria con depósitos a un día y para mayores plazos, con títulos del Tesoro.
Hay un problema: en la contabilidad fiscal actual, como vimos, la deuda del BCU no se cuenta como deuda pública. La del MEF sí. Esta propuesta haría subir por una sola vez la deuda pública, sobre la cual hay metas, en escalón. Cuando en la realidad, nada cambiaría para el conjunto del sector público. Sería cuestión de explicarlo a burócratas apegados a manuales más que al sentido común. Si un criterio no permite hacer algo bueno, es el criterio el que está mal. Y los burócratas.