OPINIÓN
La coordinación en las políticas económicas de los grandes países es esencial para acortar tiempos de salida ante el desafío que representa la pérdida en bienestar y el aumento de la pobreza.
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La pandemia global y la guerra en Ucrania fueron el empujón final para sumir al mundo en una realidad de complejidad extrema. Todavía lidiando con las secuelas de la gran crisis financiera del 2008-9, aparecieron hechos que nos recuerdan las estupideces de la condición humana y los imponderables de la naturaleza. Todo en medio de una revolución tecnológica inédita fruto de la potencia del intelecto, que auspicia mejoras en las condiciones de vida. Hechos que nos recuerdan una vez más las limitaciones e incertezas de nuestros procesos históricos, que tienen como derivada aceptar la imposibilidad de predecir el futuro, en particular el de la economía.
A lo sumo, se pueden plantear con certeza relativa tendencias o escenarios probables pero nunca indicadores estrictos, porque la realidad siempre supera al predictor. Entender esa condición es materia básica para el gobernante, pues desconocerla implica perder sintonía con la realidad, quedarse en falsa escuadra y acentuar las dificultades que pretende superar.
El Fondo Monetario Internacional, en su reciente informe sobre la realidad económica mundial (World Economic Outlook) reconoce esos aspectos que lo han hecho, como a la mayoría, errar en sus predicciones. En esta coyuntura alimentada por shocks diversos inéditos, reseña “la crisis del costo de vida”, y la caída del nivel de actividad de China como telones de fondo de un escenario donde interactúan los estragos de la pandemia y los efectos desiguales que ocasionó y sigue ocasionando su salida, las disrupciones de la guerra en pleno continente europeo con su crisis energética, para culminar con la situación de China enredada entre una crisis inmobiliaria y un combate a la pandemia que produce distorsiones en las cadenas de valor a escala global.
Estados Unidos ha sido el menos afectado. Su moneda es una vez más refugio de valor a escala global, reforzando su apreciación por la contracción monetaria para combatir la inflación, lo que a su vez deprime la cotización en dólares de las materias primas y alimentos. Como consecuencia de ello se aplica una presión adicional al servicio de las deudas en dólares de los países en desarrollo, lo cual les agrega el riesgo de caer en una crisis de endeudamiento.
Resta entonces preguntarse qué hacer. Y en esto la postura del FMI es compartible, cuando señala como prioritario anclar nuevamente las expectativas inflacionarias a la baja. En la práctica, implica continuar con la tesitura actual de subir las tasas de interés todo lo necesario.
Concuerdo que es más adecuado actuar pasado que quedarse corto, pues lo que está en juego es preservar la reputación de los bancos centrales que son el ancla en la formación de las expectativas antiinflacionarias. Si en el pasado tomaron la decisión —correcta— de volcar toda la liquidez necesaria para abatir una crisis financiera arriesgando consecuencias ulteriores, ahora están en una fase inversa. No pueden caer en el cortoplacismo de que, por evitar costos
inmediatos, (menor nivel de actividad) hipotequen una recuperación sostenible en el tiempo, que al final siempre tiene costos sociales menores.
Lo peor es quedarse a mitad de camino, como le ocurrió a Paul Volcker a fines de los 1970 cuando pausó prematuramente la contracción monetaria, obligado ante el rebrote inflacionario a instrumentar subas inéditas en la tasas de interés con las consecuencias ya conocidas.
También es compatible la sugerencia del FMI de ir pensando en mecanismos de refinanciación de deudas de países altamente endeudados necesitados. Esto no implica desconocer las reglas del mercado, sino todo lo contrario. Pensar y actuar preventivamente favorece tanto a deudores como a acreedores. Desde las grandes crisis de endeudamiento con las que se inauguró este siglo, y de las que no fuimos ajenos, mucho se innovó en andamiaje legal y experiencia acumulada para facilitar estos procesos.
Todo esto anuncia costos medibles en pérdidas de bienestar y aumento de la pobreza. Sobre este último aspecto, la comunidad internacional no puede estar ajena, en particular en lo que respecta a evitar el hambre. La coordinación en las políticas económicas de los grandes países es esencial para acortar tiempos de salida. Quizás es mucho pedir ante las circunstancias políticas actuales. Intentos previos en el siglo pasado para coordinar políticas cambiarias no dieron buenos resultados. Pero no es excusa para cejar en el intento, en un mundo aún más globalizado.
Por último, nuestro continente no es ajeno a esta crisis que ya lo afecta y lo seguirá afectando. Quizás le llegó el momento de plantearse nuevos paradigmas, donde aprendiendo de los fracasos le permita fortalecer su inmunidad ante eventos similares y de recurrencia más frecuente.
Colosos mundiales mostraron que la dependencia energética son sus pies de barro. No hay crecimiento vigoroso ni sostenible sin disponibilidad energética fiable. Y si proviene de fuentes renovables o poco contaminantes, mejor. En nuestro continente, potencial de oferta sobra; falta disponibilidad. La integración energética del continente puede ser un gran ítem para potenciar formas de crecimiento más vigoroso y sostenible.
La integración física para potenciar el desarrollo de nuestros mercados internos y espacios productivos sigue en el debe. Fue lo que hizo China como condición básica para crecer hacia adentro y convertirse en potencia exportadora.
Podemos seguir con una lista extensa. Está en los gobernantes buscar los caminos yendo a lo pragmático, abandonando ideologías y recelos. Aunque parezca absurdo, las crisis generan oportunidades que no se pueden desaprovechar. Esta es una de ellas.