Los acontecimientos regionales acentuados por la profundidad de la crisis argentina y las señales confusas de la administración Bolsonaro y la actual en Brasil, nos están revelando el nuevo horizonte que se delinea a nivel mundial.
El caso argentino lo percibimos como otra crisis reiterada de una economía emergente, cuya salida será dificultosa y que en algún grado, hasta su normalización, provocará efectos negativos de difícil compensación sobre nuestra economía. Por otro lado, Brasil navega en un mar de incertidumbres en su intento de posicionarse como jugador relevante en el concierto mundial cuando aún no ha logrado hacerlo fehacientemente a nivel regional. Olvidando que para liderar hay que ofrecer una hoja de ruta de adonde se quiere ir. Ese es un camino aun sin traza, cuando el propio Brasil no encontró cuál es el modelo de país sobre el cual proyectarse y ofrecerle a su área de influencia.
Todo parece indicar que prevalece su antiguo esquema de protección industrial cuyo resultado no muestra áreas relevantes de alto desempeño tecnológico, salvo la exitosa experiencia de Embraer fabricando aviones y la extracción de hidrocarburos a grandes profundidades en su plataforma marítima. A ello debe agregarse el hecho de haberse convertido en una de las mayores potencias agroexportadoras del mundo, como complemento ineludible del crecimiento de China. Si Estados Unidos fue el que apuntaló su crecimiento exportador, Brasil satisfizo junto a Argentina, el crecimiento de su demanda de alimentos. Y en grandes trazos, así funcionó el mundo relevante para ambos países, y de alguna manera, también para Uruguay.
En ese esquema de funcionamiento venimos debatiendo y buscando oportunidades, encontrando siempre el encierro que nos aplica esa visión anquilosada, donde los hechos recientes nos muestran que es obsoleta. Venimos de un mundo donde hace apenas tres décadas reinaba el multilateralismo como valor supremo para acordar comercio y laudar diferendos, y que ahora se está sustituyendo con otras alternativas ligadas a los que ya muchos definen como una “nueva política industrial”, que revierte los automatismos en las corrientes comerciales facilitados por la apertura comercial y consolidación de cadenas productivas desparramadas en geografías diferentes. Apple es el paradigma de ese mundo en extinción.
Lo que muchos entendieron como un exabrupto proteccionista temporal de la administración Trump, hoy se va consolidando como una nueva política industrial con derivaciones en el plano comercial. Un ejemplo son los fuertes subsidios otorgados por la administración Biden al desarrollo de las energías renovables, cuya elegibilidad depende de un porcentaje mínimo de componentes de origen americano. El punto es que más del 70% de la oferta de esos bienes e insumos son fabricados en China.
Algo similar y de manera más frontal ocurre con las limitaciones al comercio que impone Estados Unidos a chips o insumos tecnológicos que pueden tener un uso dual tanto en lo civil o lo militar. Otra limitante es su empleo en el desarrollo de la inteligencia artificial. O algo más pedestre, como disminuir la vulnerabilidad de las cadenas de producción muy dispersas, hecho mostrado por la disrupción del Covid 19 o zonas políticamente inestables, que dieron lugar al “near shoring” y que explican el robustecimiento actual de la economía mexicana. Lo interesante es que dicha visión también comenzó a ser reconocida en el continente europeo. Christine Lagarde, presidente del Banco Central Europeo, en abril pasado hizo un llamado al diseño de una “política industrial nueva” para el continente europeo, que tuvo su correspondiente eco en el presidente Macron. El Fondo Monetario, anticipándose a los efectos de lo que ha definido como “Fragmentación Geoeconómica” que implica principalmente restricciones comerciales, limitaciones a los flujos de capital, impedimentos a las inmigraciones y erosión en la propiedad intelectual, estima una caída del 7% del PIB global. Y siendo más específico, el 20% de la riqueza americana está en juego y el 15% de la europea. Son solo números, que tienen como único valor mostrar la envergadura del tema.
No es casual que en estos días, el CEO de JPMorgan, Jamie Dimon haya convocado en Shanghai, un encuentro entre empresarios norteamericanos y chinos con la participación —virtual— de Henry Kissinger, para evaluar las consecuencias del relacionamiento tensionado en la esfera política y comercial entre ambos países y un posible curso de apaciguamiento. Ese estado de incertidumbre también llegó a Europa, donde países como Alemania tienen en el mercado chino el puntal principal de su industria automovilística.
La profundidad y permanencia de esta nueva realidad que se plasmó rápidamente, aún es insondable. Lo que sin duda muestra es un estado de disconformidad generalizado, en segmentos de la sociedad temerosos de perder conquistas provenientes de la bonanza originada por la globalización, acicateados a su vez por quienes quedaron relegados, y que sin anclas ideológicas, promueven movimientos pendulares cuando eligen a sus gobernantes. En definitiva, un flujo de realidades nuevas pertenecientes a un cambio de época que exige adaptarse a condiciones nuevas y desechar ropajes viejos. Y en esto, nuestro entorno no ha encontrado ese camino delineando una estrategia nueva.
Hemos y seguimos siendo complementarios por default de un mundo nuevo, pues no hemos sido capaces como región de instrumentar una estrategia adecuada de inserción comercial y de presencia política en el ámbito internacional. En momentos de cambios globales, es la oportunidad de optimizar nuevos posicionamientos. En el caso de Uruguay, avanzar en los trámites del Tratado Transpacífico no admite más demora, no por los efectos inmediatos sino para reafirmar que el esclerosamiento regional no nos ha ganado.