Para quienes nos gusta la economía, la realidad de los últimos tres años nos acercó a múltiples hechos económicos que asumíamos lejanos en los libros de texto.
En 2020, el mundo afrontó un shock de oferta global y simultáneo como la pandemia, amplificado por un shock de demanda. Luego vino la respuesta de la política económica a niveles nunca antes alcanzados, ni siquiera en la Gran Crisis de 2008: tasas de interés cercanas a cero, aumentos notables en las hojas de balance de los bancos centrales y mega expansiones fiscales; todo lo cual constituyó un escenario de gran liquidez.
2021 fue el año de la recuperación. Los estímulos apuntalaron el crecimiento, con Estados Unidos y China a la cabeza. Dicho contexto fue propicio para países de la región: el dólar tendió a debilitarse, los precios de las materias primas alcanzaron niveles históricamente altos, los altos niveles deuda tenían como contraparte condiciones de financiamiento laxas y mayor apetito por el riesgo, y se recibían flujos de capitales en el sector real y financiero casi sin restricciones.
Consecuencia de lo anterior, 2022 fue el año de la inflación. Lo que parecía ser un desequilibrio macro largamente subsanado, emergió hacia registros no vistos en cuatro décadas. Y por si fuera poco, la invasión de Rusia a Ucrania le dio un impulso adicional. En parte, por cierta subestimación y en parte, por la gestación de una inercia poco controlable, la política económica dio un giro de 180 grados.
En lo fiscal, se revirtieron las ayudas y el proceso de ajuste hacia menores ratios de déficit y deuda fue tan pronunciado como necesario. En lo monetario, las tasas de interés en Estados Unidos subieron más de lo previsto y con ello los costos de financiamiento para gobiernos, empresas y hogares. En este sentido, el crecimiento mundial fue menor, el dólar tendió a fortalecerse, el precio de los activos (acciones y bonos) cayó de forma abrupta y los flujos de capitales se tornaron más selectivos hacia países con fundamentos macro sólidos o sin debilidades políticas institucionales.
Todo ello, con tres agregados relevantes para Uruguay, dos negativos y uno positivo. Primero, China se desaceleró por su política de covid-cero, sus problemas en el sector inmobiliario y su propio menor crecimiento estructural que definitivamente se alejó de aquel 6%-7% de hace una década; todo lo cual generó cierto desimpulso de la demanda externa hacia final del año. Segundo, Europa agudizó problemas que afrontaba en la pre-pandemia: dependencia energética, falta de cohesión, asimetrías intrabloque y bajo crecimiento potencial. Tercero, los precios de los commodities que la guerra reimpulsó y la contractividad de las políticas devolvió hacia niveles de 2021, aún superan largamente el promedio de 2015-19.
No obstante, la película del 2022 terminó con algunas señales positivas. En Estados Unidos, la inflación comenzó a ceder y las expectativas permanecen ancladas. En consonancia, la Reserva Federal ha sugerido que el ciclo alcista para la tasa de interés culminaría en el primer semestre de 2023. Por su parte, China anunció el fin de su política anti-covid a pesar de experimentar un crecimiento exponencial de contagios en el último mes.
De este modo, 2023 será recordado como el año ¿de qué? Difícil aventurarlo tras múltiples cisnes negros en los años previos, pero aun así es posible realizar algunas conjeturas.
Algunos análisis sostienen que 2023 será el año de la recesión. Allí surgen dos elementos que podrían poner en tela de juicio dicho conjetura. Por un lado, China tiene capacidad para estimular su economía con políticas de demanda, mientras atraviesa un cambio significativo en su modelo de crecimiento. Por otro lado, el escenario base de aterrizaje de la economía estadounidense parece ser más suave que forzoso, en la medida que la desinflación siga su camino y la FED flexibilice su discurso, tal como está descontado por el mercado, en la segunda mitad del año. Además, su mercado laboral sigue mostrándose robusto y tirante, todo lo cual disipa los temores de recesión profunda.
Todo ello es consistente con una demanda externa aún dinámica, un dólar estable y precios de las materias primas manteniéndose elevados, donde el precio relativo de los alimentos sube en relación al petróleo.
Otros sostienen que será el año de la estanflación; esto es, la combinación de alta inflación y nulo crecimiento. Quizá aplique más a Europa que a Estados Unidos o los países latinoamericanos. Y aquí es bueno repasar la historia. El economista A. Blinder sugirió en su última publicación que los casos de éxito de desinflación de la FED han sido más bien la regla que la excepción. La novedad quizá provenga por el nivel óptimo aceptable: ¿se mantendrá el objetivo de 2% o se relajará por un tiempo hacia 4%-5%? En cualquier caso, economías como la uruguaya recibirán presiones desinflacionarias desde el resto del mundo: positivo para los salarios reales y el consumo; negativo para las cuentas públicas.
Finalmente, hay quienes afirman que 2023 será un año bisagra que genere las condiciones para reimpulsar el crecimiento y estirar un ciclo global que se inició en la segunda mitad de 2020. En caso contrario, estaríamos en presencia de un ciclo más corto de lo habitual, aunque la teoría nos dice que estos no tienen por qué ser iguales en amplitud ni duración.
En definitiva, quizá el futuro nos depare más cisnes negros, o quizá efectivamente el ciclo todavía no está del todo maduro y convivamos con un par de años más de buen crecimiento. En ese caso, la diferencia estará, creo, en que las fragilidades estructurales de la economía pre-pandemia (bajo crecimiento potencial, desigualdades e inequidades sociales, escasez alimentaria, cambio climático y un largo etcétera) lejos de resolverse, se agudizaron.
Ignacio Umpiérrez, Economista del Centro de Estudios para el Desarrollo