Pensando en la agenda (II): es necesario más crecimiento

Ambas coaliciones coinciden en la parsimonia y la falta de apuro por avanzar, lo que ha dado lugar a casi una misma agenda de pendientes desde hace décadas.

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Getty Images

Comenzamos hace dos lunes con esta serie de columnas dedicadas a pensar en la agenda de un “Uruguay posible” que se reconcilie con su futuro, siguiendo el concepto de Ricardo Pascale en ACDE hace algo menos de un año: “Uruguay tiene una pésima relación con el futuro”.

En esa columna anterior iniciamos el planteo del diagnóstico de la situación de nuestro país, que, por llegar al límite de la extensión disponible, dejó algunas grageas pendientes.

Una de ellas refiere a temas planteados en otra columna anterior, titulada “El país de las vacas, sí, pero atadas”. Vimos allí casos de beneficios concretos para números acotados de personas que se terminan financiando con costos explícitos o implícitos socializados, diluidos en el conjunto de la comunidad. Al fin y al cabo, si ocurren esas cosas se debe a que el Estado lo permite, por acción u omisión, mediante malas regulaciones o por falta de ellas. Y la falta de competencia en un mercado, siempre termina cayendo sobre el bolsillo del consumidor. Cómo se ve, no siempre la solución pasa por “menos Estado” sino, como en este caso, por “más y mejor Estado”.

Otra consiste en la existencia de inversiones asociadas a incentivos que tienen los días contados a nivel global: las zonas francas y la Comap. ¿Qué nos dejan esas inversiones? ¿Oficinas nuevas y autos eléctricos sin impuestos? ¿Cuál es su contenido tecnológico? Son algunas preguntas para orientar el análisis y las propuestas. Además de dar lugar a falta de equidad horizontal entre las empresas, que terminan pagando tasas efectivas del impuesto a la renta que resultan muy diversas.

Y, “last but not least”, algunos temas macro. Tenemos una situación fiscal deficitaria crónica donde sigue vigente la vieja “regla fiscal uruguaya” del deterioro fiscal en las segundas mitades de los períodos de gobierno y que otras reglas fiscales (como la vigente y la anterior) no han podido evitar. Creemos que tenemos una moneda nacional propia significativa y una política monetaria relevante y efectiva, cuando el único canal cierto para bajar la inflación ha sido y es reprimir el tipo de cambio, porque siempre habrá un tipo de cambio para el cual la inflación entre en el rango meta. Los salarios siguen una regla de indexación y de aumento real, independientemente de la productividad, que se desconoce. Todo lo cual, que en castellano se llama “políticas económicas inconsistentes”, conduce recurrentemente al atraso cambiario y a tener un país muy caro por razones macro, además de las micro que se conocen. Muy caro, pero no por buenos fundamentos sino por malos.

Veíamos al inicio de la columna anterior el valor de nuestra institucionalidad. Se trata de un valor escaso en el continente hoy día y muy apreciado en relación a Uruguay, donde es indudable. “En Uruguay no pasa nada, gane quien gane las cosas siguen siempre igual”, le escuché decir a un destacado analista político argentino este verano en el Este, en contraposición con las realidades dominantes en Sudamérica. Obviamente, lo dijo de manera elogiosa para nuestro país y su sistema político. Pero esto, que es bueno y ojalá que siga siendo así, también tiene su lado negativo. Por el lado positivo, nuestros partidos políticos critican las reformas que hacen los gobiernos, desde la oposición, pero se sirven de ellas cuando acceden al gobierno. Continuidad, previsibilidad, dos corolarios de la institucionalidad. Pero, por el lado negativo, también coinciden ambas coaliciones en la parsimonia y la falta de apuro por avanzar, lo que ha dado lugar a casi una misma agenda de pendientes desde hace décadas.

Los gobiernos que hemos tenido desde el retorno de la Democracia se han parecido mucho entre sí, porque los gobiernos reflejan (en mayor o menor medida) la idiosincrasia uruguaya, el ADN social estatista y batllista y poco liberal en materia económica que atraviesa horizontalmente al sistema político. La excepción a esta regla fue, en alguna medida, el gobierno del presidente Lacalle Herrera.

Los gobiernos representan bien ese ADN y por eso convergen a un punto de encuentro con poca varianza que lo refleja muy bien. La gente no pide otra cosa, quiere al Estado que tenemos por lo que, aquí y ahora, no hay lugar para un Milei. Así que la “casta” local puede seguir durmiendo tranquila.

Como vimos hace dos lunes, todo esto deriva en una autocomplacencia que seguramente tiene que ver con aquello de que “en tierra de ciegos…”. Esa autocomplacencia, sumada a la forma original, suavemente ondulada, de hacer las cosas “a la uruguaya”, da lugar a un cóctel fatal, al escaso dinamismo que nos caracteriza y que expulsa a nuestros talentos.

El “modelo” vigente, que comparte todo el sistema político, porque todos ellos son más parecidos que distintos entre sí, no da para mucho más. Se necesita más crecimiento económico para generar los recursos genuinos que permitan financiar las demandas razonables de la sociedad por políticas públicas efectivas. Lo que requiere, sin dudas, hacer mejor las cosas, pero también más presupuesto. Pensemos en la enseñanza que hoy está en el ámbito de la ANEP, en la salud pública, en la vivienda verdaderamente social, en la primera infancia, en la seguridad ciudadana.

Pero esa sociedad que está conforme con el Estado que tenemos y con cómo lo gestionan nuestros políticos y que al mismo tiempo demanda mejores políticas públicas, debe entender que ambas cosas son incompatibles.

A esta altura del análisis, cuando estoy por terminar la segunda columna, resulta claro al lector que desde mi visión no somos una maravilla ni mucho menos.

Sin embargo, hay buenas noticias. Una, que eso es así, pero puede dejar de serlo. Y dos, que depende de nosotros mismos. Para lo cual habrá que empezar a hacer las cosas de un modo diferente al que las hemos venido haciendo.

La seguimos en la próxima columna.

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