OPINIÓN
Quizá nadie sea culpable de la llegada de la pasta base, pero el fracaso en mirar a ese problema de forma holística fue responsabilidad de todos.
“Cargo con un linaje acumulativo de misiadura, y un alma que supura veneno de otra generación.” Tabaré Cardozo en La Violencia.
“Consumí calle antes de consumir esto otro”, me contaba. Llamémosle Gabriel. Paseando por Malvín Norte me crucé con él en un terreno baldío en las inmediaciones del Complejo Héctor del Campo. Gabriel estaba consumiendo un “paco”. Sin demasiado esfuerzo comenzó a contarme detalles de su vida, pero educadamente aclarando: “disculpá que esté hablando mucho, pero estoy re duro”. Cuanto más hablaba, más me percataba de que las grandes diferencias que hoy en día nos separaban, se debían relativamente bastante a circunstancias que poco tenían que ver con aptitudes y esfuerzos personales. Gabriel no sabía lo que se había perdido por motivos que quizá ya estaban, en cierta medida, determinados antes que él tuviera la posibilidad de decidir algo.
Como otras cosas, la pasta base llegó a Uruguay tiempo después de haber sido conocida en otros lares. Y, también como en otras ocasiones, hicimos poco para aprender de las experiencias ajenas. El enfoque puramente criminalista tomado en Estados Unidos durante la llamada “epidemia del crack”, que azotó mayormente las metrópolis americanas durante los años `80 y `90, tuvo efectos adversos sobre las poblaciones más vulnerables. Terminamos cometiendo el mismo error y enfocamos mayormente el esfuerzo en la lucha contra esa droga y sus consecuencias en el Ministerio del Interior. Quizá nadie sea culpable de la llegada de la pasta base, pero el fracaso en mirar a ese problema de forma holística fue responsabilidad de todos.
Desde la disciplina económica existe evidencia de que muchas decisiones criminales son consistentes con razonamientos de costo-beneficio; incluso tenemos evidencia para nuestro país (1). En ese marco, aumentos en el costo esperado de cometer crímenes —vía incrementos en las penas o un mayor esfuerzo policial— son disuasorios. Sin embargo, dado los efectos de la adicción en la toma de decisiones (la mezcla de SMS y alcohol es el más familiar ejemplo), no es sorpresa que, para crímenes relacionados con drogas ilegales, la evidencia sea distinta. Estudios que han utilizado la variación aleatoria de los jueces como forma de medir el impacto de penas más severas, no han encontrado que el aumento de las penas o del periodo probatorio tenga el efecto disuasorio deseado y parece no alterar las probabilidades de reincidencia (2).
Si lo anterior sugiere lo poco efectiva de una política que busque disminuir la adicción a determinadas sustancias con una mirada puramente punitiva, no ilustra cuán costoso es ese enfoque. La política perseguida con relación a la pasta base probablemente haya creado más victimas que las directamente afectadas por violencia generada por quienes necesitan satisfacer su adicción. Solemos enfocarnos en dichas víctimas, pero a éstas, hay que sumarles aquellas que se han transformado en víctimas debido a políticas parciales, miopes y que, por incompetencia o simplemente desconocimiento, han mayormente ignorado la evidencia disponible y las experiencias de otros países.
A modo de ejemplo, un trabajo con datos de Estados Unidos encuentra que un factor importante para entender los índices de matrimonio entre grupos demográficos, obedece a diferencias en las tasas de encarcelamiento (3). En particular, se muestra que crímenes relacionados con drogas son responsables de la mitad de dicho efecto. Etiquetas aparte, existe evidencia de que, diferencias en las aptitudes de los niños surgen en edades tempranas y que estas divergencias se pueden explicar en una medida importante por el entorno familiar. Además, discrepancias en la estructura familiar (mono vs biparental) tienen un impacto directo en los recursos económicos de los cuales disponen los más pequeños. Las consecuencias regresivas de las políticas puramente punitivas son aún mayores si consideramos que la pasta base es una droga consumida desproporcionadamente por individuos de menores ingresos.
Como he escrito en anteriores columnas: el foco en los síntomas no soluciona el problema y nos da la peligrosa —y falsa— sensación de que estamos mejorando. El problema de la violencia causada por la necesidad de satisfacer adicciones, se corrige atendiendo las causas de la adicción a esas sustancias. Con políticas que no se enfocan en las causas subyacentes, difícilmente conseguiremos una sociedad más segura.
Un mismo crimen puede obedecer a razones muy diferentes. Si bien es necesario castigar actos violentos de igual manera, eso no quita que nos preguntemos si es justo que ignoremos las disímiles razones que llevan a que se cometan. Muchos adictos, quizá sin saberlo, nunca tuvieron las oportunidades que tenemos quienes leemos estas columnas. Luego de la genética, la primera lotería es la familia que nos toca y el entorno en el cual crecemos. ¿Cuál es el concepto de justicia social en la que esas diferencias se ignoran por la —debida— urgencia de corregir incumplimientos de la Ley?
Para un economista suele resultar llamativa la diferente importancia con la cual aspectos morales suelen incorporarse a la hora de entender hábitos en el consumo de bienes y servicios. Muchos individuos son conscientes de los beneficios, costos y externalidades de las grasas saturadas y quizá hasta pueden justificar y entender el consumo de sustancias adictivas como la nicotina o el alcohol. Sin embargo, por alguna razón, aparentan estar imposibilitados de discernir la limitada información que las preferencias relativas por sustancias que legisladores —por alguna razón— han declarado ilegales, proveen sobre el carácter de un individuo. Y nos cuesta ser consistentes: quienes se denominan progresistas critican el consumo de ciertas sustancias con la misma altitud moral que los sectores más conservadores desprecian y juzgan el consumo de otras.
La característica esencial que separa a mi hijo de un adicto a la pasta base probablemente sea simple: mi hijo nunca la probó. El efecto de determinadas sustancias en el cerebro, no distingue entre niveles de educación, valores aprendidos en el hogar, lugar de crecimiento y el cariño recibido. La pregunta relevante, entonces, es qué hace que unos lleven a probar esa droga y otros no. Más allá de lo asequible, seguramente tenga mucho que ver con lo que dijo Gabriel: está bien que un pequeño consuma algo de calle, pero siempre y cuando eso no sea una imposición de una realidad que le tocó por azar. Y eso, así como las otras causas, seguramente tengan que ver con las primeras loterías de la vida.
1) Munyo, Ignacio. “The juvenile crime dilemma,” Review of Economic Dynamics, Vol 18 (2), Pages 201—211, April 2015.
2) Green DP, Winik D. “Using random judge assignments to estimate the effects of incarceration and probation on recidivism among drug offenders,” Criminology, Vol 48 (2), Pages 357—387, May 2010.
3) Caucutt EM, Guner N, Rauh C. “Is Marriage for White People? Incarceration, Unemployment, and the Racial Marriage Divide,” October 2018.