OPINIÓN
A fines de los años 90, se comenzó en el país el camino de la creación de las unidades reguladoras, siguiendo una tendencia que es mundial.
Con marchas y contramarchas, hoy reaparece la idea de fortalecer las unidades reguladoras, una idea que en la academia recoge una fuerte mayoría. ¿Por qué esto es relevante para el ciudadano y para el consumidor de estos servicios? A riesgo de ser reiterativos, dedicaremos este artículo a fundamentar la necesidad de unidades reguladoras fuertes, técnicas e independientes, y en la separación de roles entre el productor, el regulador y el propietario.
Monopolios y oligopolios
Vivimos en un país donde está consagrada constitucionalmente la libertad. Cada ciudadano es libre de realizar la actividad que desee para ganarse el sustento y generar riqueza, en un marco de legalidad y respeto por los derechos de todos. Como excepción, el Estado se ha reservado ciertas actividades para desarrollar en forma monopólica (notoriamente, la importación y refinación de hidrocarburos, la transmisión y distribución de energía eléctrica). Cuando el Estado se reserva actividades, lo hace en forma expresa y restrictiva: crea un monopolio en determinada área de actividad (y solamente en ella) por razones de interés general. Por ser un régimen de excepcional, nuestra Constitución exige que haya mayorías especiales para conceder monopolios.
Por otra parte, en varias áreas de actividad es fuerte la tendencia “natural” a formar monopolios u oligopolios. Son casos así las redes de gas, agua o electricidad, donde al propietario de la red que ya está instalada le resulta mucho menos costoso agregar un cliente nuevo, que a quien desee instalar una red desde cero, por lo cual se tiende a la concentración.
En general, siempre que haya barreras de entrada de diverso tipo, desde legales a tecnológicas o de capital, suceden cosas similares. Entonces, sea por decisión expresa de los poderes del Estado, sea por la tendencia natural a formar oligopolios o monopolios, aparecen situaciones donde el libre juego del mercado está restringido y el consumidor queda cautivo, a diferencia de lo que sucede cuando el consumidor puede elegir, presionando a los proveedores a dar un mejor servicio, a precios competitivos.
Papel del regulador
Es en estos mercados donde aparece la necesidad de un regulador fuerte, un regulador que vele por los intereses del consumidor final y promueva servicios de calidad a precios competitivos, asegurando a la vez el suministro. La única forma de que esto funcione bien es que el regulador cuente con independencia y que su labor sea muy técnica, independiente de las decisiones políticas del Poder Ejecutivo y de las presiones de los jugadores. Esto es todavía más crítico cuando el resultado de la empresa monopólica le interesa al gobierno por razones fiscales, como veremos abajo.
El sector de la energía es típico para requerir un regulador así: tanto la red eléctrica es naturalmente monopólica en una determinada región, como la actividad de importación y refinado de combustibles presenta altas barreras de entrada que favorecen la concentración. En ambos casos, el regulador debe asegurar el suministro, con calidad y a precios competitivos.
Uno de los elementos clave de un regulador fuerte es su capacidad de influir en la fijación de tarifas, la cual se debe hacer de acuerdo a una regla técnica clara y explícita. Por ejemplo, la tarifa debe estar atada a un modelo de costos para un “prestador típico” que deba realizar el servicio. No puede estar determinada por los costos que efectivamente se incurren, porque allí pueden incluirse muchas ineficiencias. Se suele recurrir entonces a un modelo definido a priori y aplicado periódicamente, que permita determinar aquellas variaciones de costos que no están bajo el control del prestador, aceptando que esas sí se trasladen a tarifas. Por ejemplo, si el prestador decide aumentar la plantilla de empleados más allá de lo que se requiere, o pagar los insumos por arriba del mercado, esos sobrecostos no podrían pasar a la tarifa. Si, en cambio, subiera el tipo de cambio y hubiera insumos importados, es un costo que se podría trasladar. Asimismo, los modelos no pueden ser estáticos: si los cambios tecnológicos permiten hacer las cosas en forma más productiva, se debe ajustar el modelo de costos para incorporar estos cambios.
El Estado como propietario
El Uruguay optó hace ya muchas décadas, en lugar de regular un mercado oligopólico o monopólico, por colocar las actividades críticas del sector de la energía bajo el monopolio estatal, en el supuesto de que así se protege mejor al consumidor, que es indirectamente el propietario. Podemos discutir sobre si esta solución fue correcta en su momento: no hay duda que fue eficaz en asegurar el suministro y desarrollar los servicios. En la actualidad, es muy discutible que impulse la eficiencia y la competitividad.
La razón de fondo por la cual el modelo debe ser revisado, es porque al unir diferentes roles —regulador y operador entre otros— en el ente autónomo estatal, se producen tensiones que alejan el cuidado del consumidor del foco principal, incorporando otras prioridades políticas, como el desarrollo de proyectos industriales, el control del IPC o la recaudación.
Todos sabemos que una causa de las actuales “tarifas caras” se debe a que el gobierno quiere que las empresas estatales le vuelquen dinero a “rentas generales” (RRGG) para mitigar el déficit. Por eso, se deben separar los roles. Una cosa es el Estado como propietario de las empresas —que legítimamente tiene derecho a recibir dividendos— y otra cosa es recurrir a tarifas altas para recaudar, independientemente de los resultados de la empresa.
No hay dudas de que el capital invertido en las empresas estatales es mucho, y debe rendir como rendiría invertido en un negocio similar (más que lo que rinden los bonos del tesoro). Esa tasa de retorno es la que el accionista (el Estado) debe exigir al gestor de la empresa pública, pero no a costa de trasladar los aportes a RRGG a precios, aprovechando la posición monopólica.
Hemos defendido que esa función específica del “Estado accionista” debe ser ejercida explícitamente, como sucede en muchos países donde hay empresas estatales de alto desempeño (Francia, Colombia, Canadá, por ejemplo). La empresa debe ser supervisada mediante un mecanismo específico —sugerimos una oficina especializada— para generar la rentabilidad que corresponda. En un rol diferente, el regulador debe velar por las tarifas competitivas. El regulador debe ser independiente, pues la empresa debe lograr la rentabilidad siendo eficiente, no trasladando sus problemas a la tarifa. Fundamental aporte podría además hacer este regulador (que además en el caso de la energía tiene específicamente la tarea de aplicar las normas en materia de defensa de la competencia) en definir con claridad y precisión el limite a los monopolios y de esa manera asegurarse que dichas entidades no invadan terreno donde debe operar la libre competencia.
Solo un esquema institucional como este, con una oficina que cuide los resultados económicos de las empresas y con un regulador independiente que cuide al consumidor, permitirá a nuestras empresas estatales servir de verdadera palanca del desarrollo competitivo del país, cumpliendo entonces el objetivo por el cual fueron creadas y mantenidas.
(*) Universidad Católica del Uruguay