Decía Milton Friedman que a lo que realmente debe prestarse atención no es el déficit fiscal sino el nivel del gasto, siendo esa la verdadera medida del impuesto que deberá pagar la sociedad. Bajo esta lógica, no hay presupuesto público desbalanceado, pues el gasto siempre se va a pagar, ya sea directamente a través de impuestos explícitos, o –en caso de que haya déficit– indirectamente a través de endeudamiento (impuestos futuros) o el impuesto inflacionario. El argumento llevaría a concluir, por ejemplo, que para el sector privado sería preferible convivir con un déficit fiscal de cuatro puntos del producto y un gasto público equivalente a 20% del PIB, que con equilibrio fiscal y un gasto de 30%, pues en el primer caso la presión fiscal efectiva (ya sea directa, indirecta o futura) es más baja.
El razonamiento no contempla cuestiones distributivas inherentes a algunas políticas de gasto que apuntan a beneficiar a sectores sociales vulnerables. Tampoco deberían ser indiferentes las formas de financiamiento. En el caso de un déficit financiado con deuda, es correcto que la misma sea pagada mediante impuestos por generaciones futuras, si dichas generaciones se verán beneficiadas como consecuencia de gastos presentes, bajo la forma de inversión pública en infraestructura; mientras que el financiamiento a través del impuesto inflacionario es regresivo al afectar más a los sectores de menores ingresos, además de ser la inflación crónica un caldo de cultivo para la crispación social.
Pero no hay duda de que cuanto menor sea la presión fiscal global, mayor será el ingreso disponible de las familias para consumir y más proclives serán las empresas para invertir en emprendimientos productivos. Con lo cual la cuestión del gasto público merece ser tratada seriamente, y podemos afirmar que a partir de determinado nivel de gasto (es decir, determinado nivel de presión fiscal) el crecimiento económico se ve amenazado. Si para muestra hiciera falta un botón, el gasto consolidado en Argentina (Nación, Provincias y Municipios) representaba 27% del PIB en 2004, y en el promedio de la última década trepó al 43%. He aquí buena parte de la explicación de por qué el vecino país padece estancamiento en los últimos 13 años.
¿Qué podemos decir del gasto público en Uruguay? Felizmente, en política fiscal nos separa un abismo de lo que practicó Argentina. La prueba está en el mercado financiero que confía en las finanzas públicas a través del riesgo país más bajo de América Latina, sustentado en la segunda mejor calificación crediticia, y en una institucionalidad fiscal aprobada por ley en 2020 y ratificada por referéndum en 2022. Un riesgo país mínimo es sinónimo de baja tasa de interés en los bonos del Tesoro, con lo cual el déficit fiscal en Uruguay no provoca un crowding out (desplazamiento) de la inversión privada por mayores costos financieros.
Sin embargo, el gasto público es elevado. El primer gráfico exhibe la evolución del gasto corriente primario (sin incluir el pago de intereses) como porcentaje del PIB en los ocho años que van de 2016 a 2023 (período disponible bajo la última actualización de Cuentas Nacionales).
Más allá del pico extraordinario de 2020 por efecto del COVID, la tendencia es alcista y en 2023 alcanzó el 28,6% superando ampliamente al promedio de América Latina. Pese a la estabilidad en términos reales durante los últimos dos años, el gasto primario muestra un mayor crecimiento acumulado que el ingreso nacional.
En la exposición de motivos de la Rendición de Cuentas, el gobierno proyecta que en el presente año electoral 2024 habrá un alza adicional del gasto primario/PIB, al punto que la tasa de crecimiento real del gasto primario excederá el tope indicativo del 2,8% fijado por la regla fiscal.
Además de la sólida institucionalidad (principal activo que posee Uruguay en su clima de negocios), la competitividad y el costo país son cuestiones esenciales y necesarias para promover un mayor flujo de inversiones que coadyuve al crecimiento. En lo que va de la campaña electoral, se oyeron algunas propuestas orientadas a bajar el costo país a través de la revisión de políticas regulatorias para reducir barreras a la entrada en la importación de algunos productos promoviendo la competencia, además de persistir en la búsqueda de Tratados de Libre Comercio para liberarse del corsé arancelario del Mercosur. Son propuestas bienvenidas, aunque no hemos oído ninguna referida a la reducción del gasto público, que es una de las maneras más efectivas para mejorar la competitividad por vía del tipo de cambio real. Una posible explicación es que se trate de estrategia de campaña asumiendo que el elector medio, imbuido por una concepción de raíz batllista sobre la presencia del Estado en la economía, no se sienta atraído por esta propuesta. Cabe recordar que más del 60% del gasto primario es de contenido social altamente demandado: educación, seguridad, salud, vivienda, gasto comunitario y seguridad social. Vale recordar que Uruguay es, junto a Argentina y Brasil, por amplio margen el país con mayor gasto previsional de América Latina según datos de la Cepal. Dicho sea de paso, de aprobarse el plebiscito del próximo 27 de octubre será más alto aún.
En la campaña electoral de 2019, el actual Presidente sí había propuesto un ahorro fiscal a través de la reducción del gasto en US$ 900 millones anuales. Sin embargo, el gasto primario aumentó, tanto si se mide en dólares corrientes como en dólares constantes.
Lo cierto es que, más allá de la voluntad política, el gasto nominal en Uruguay es difícil de bajar por una serie de aspectos legales y contractuales que confieren rigidez a una porción importante. Para empezar, el 65% del gasto primario son pasividades –que se indexan por disposición constitucional– y transferencias del BPS que incluyen Fonasa, entre otros. Reducir el costo de remuneraciones –otro 20% de la torta– mediante la no reposición de funcionarios que se jubilan es un proceso lento, por no mencionar que la población empleada en el Estado ya cuenta con 43 años en mediana. Un 5% son inversiones públicas, que además de ser necesarias para la infraestructura nacional poseen un alto efecto multiplicador en la economía. Queda cerca del 10% asociado a gastos personales con cierto margen de flexibilidad, que tampoco puede abatirse enteramente por razones obvias de funcionamiento del Estado.
Siendo difícil reducir el gasto por el lado de las cantidades y dado que tampoco es viable licuarlo por el lado de los precios en el presente (¡y saludable!) contexto de baja inflación, el modo más viable de reducir su peso relativo al PIB sería con crecimiento económico. El problema es que en los últimos 10 años el crecimiento fue muy magro. Necesitamos crecer para poder bajar el peso del gasto, y a la vez deberíamos bajar el peso el gasto para reducir la presión fiscal y poder crecer. Este dilema del huevo y la gallina se puede sortear a través de otras políticas paralelas que promuevan el crecimiento. En cualquier caso, es necesario que el próximo gobierno extreme la prudencia fiscal en el manejo del gasto público.
-El economista Marcelo Sibille es gerente senior del área de asesoramiento económico y financiero de KPMG en Uruguay.