OPINIÓN
El “efecto COVID” se extenderá más allá de la crisis sanitaria.
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En su excelente análisis del lunes pasado en este suplemento, Lucila Arboleya planteó la necesidad de procurar “una evaluación independiente y objetiva de la pandemia” en sus diferentes dimensiones, con el propósito principal de que nos deje lecciones para la próxima vez que debamos enfrentar una situación como esta. Sin pretender responder a su valiosa inquietud, en esta columna daré algunas pinceladas al respecto.
Casi todas las entrevistas periodísticas de las que participo comienzan con la siguiente pregunta: “¿el gobierno ha dado todo lo posible para enfrentar la pandemia o puede dar más todavía?”, pregunta que evidentemente pone el foco en la dimensión fiscal o de financiamiento de la crisis provocada por el virus chino y que estriba en el debate que se ha planteado al respecto entre el gobierno y la oposición.
Poco sirven para responder aquella pregunta las comparaciones habituales con otros países en cuanto al gasto fiscal asociado a la crisis. No ya con los más desarrollados, que cuentan con otras espaldas, sino incluso con los más cercanos. El punto de partida de Uruguay ante la crisis tiene especificidades que vuelven esas comparaciones, si no odiosas, al menos desatinadas.
En el punto de partida Uruguay tenía fortalezas considerablemente mayores a las de otros países de nuestra región, basadas en sistemas de salud y de protección social destacados, que han venido mejorando con el paso del tiempo y, en particular, durante los tres gobiernos anteriores. Entonces me sorprendo cada vez que veo al FA reclamar por más recursos, porque en los hechos no están asumiendo las fortalezas que legaron al actual gobierno, que son tan herencia como las fiscales donde, en cambio, el punto de partida fue débil (por no haberse ahorrado en tiempo de vacas gordas), con una situación fiscal que de no ajustarse tornará a la deuda insostenible.
Nuestro gobierno y su equipo económico son sabedores de esa situación fiscal y de las restricciones que emanan de ella y, al mismo tiempo, aprovecharon las fortalezas sanitarias y sociales referidas, características de nuestro país desde tiempo inmemorial, de modo de buscar la forma de responder frente a la pandemia con un uso preciso, quirúrgico, de los recursos escasos disponibles.
Acertadamente, en las cuentas fiscales se ha desglosado el costo de la pandemia o “efecto COVID” (1,1% del PIB en 2020 y 1,6% proyectado para 2021), en esencia transitorio. Por otra parte, el equipo económico, liderado por una experta en gestión de la deuda pública, sabe que esa materia es esencialmente inter temporal y que hay un mañana en el cual habrá que gestionar la deuda que hoy se asuma. Un mañana en el que el contexto global no será tan amigable como en el presente.
Un claro ejemplo de la buena institucionalidad de nuestro país es el caso del seguro de desempleo, que, partiendo de una buena definición de base, se flexibilizó, extendió y profundizó desde marzo del año pasado. Pero la batería de medidas utilizada por el gobierno también incluyó una mayor dotación de instrumentos y recursos en materia de políticas sociales, lo mismo que en materia sanitaria (por ejemplo, la ampliación de la cantidad y la cobertura de los CTI y el despliegue del plan de vacunación), flexibilizaciones en materia impositiva y crediticia y la profundización del sistema de garantía de créditos. Más recientemente, hubo reducciones selectivas en algunos precios de las empresas estatales y postergaciones generales de aumentos en otros.
Sin embargo, no todo han sido aciertos. En el escenario planteado en el Presupuesto, realizado a fin de agosto, se subestimó el impacto de la pandemia cuando ésta ya llevaba más de cinco meses. La caída del PIB fue considerablemente mayor a la prevista (5,9% versus 3,5%) y el escenario de 2021 no tenía rastros de la crisis. En mi columna del 21 de septiembre pasado, titulada “Con buenos propósitos, un sustento dudoso”, analicé el escenario planteado en el Presupuesto, y escribí que “se supone que se sale de la pandemia en forma de ´V´ y sin secuelas, como si en el próximo enero se cumpliera aquello de ´año nuevo, vida nueva´. Se asume que ya no habrá impacto fiscal ni sobre la actividad y el empleo”.
Pero el gobierno reaccionó y a comienzos de febrero dispuso US$ 540 millones para enfrentar la crisis en este año y a finales de mayo elevó esa cifra en US$ 360 millones.
Con la pandemia se deterioraron diversos indicadores, como la actividad económica, el empleo, el ingreso de los hogares y la pobreza. Para los tres primeros hay evidencia de que el mínimo se alcanzó en el segundo trimestre y por lo tanto es probable que para la pobreza el máximo se haya registrado en ese mismo período, después del cual todos estos indicadores mejoraron.
A todo esto, ¿cuánto más se puede hacer? Primero, y esto es obvio, más de lo mismo en la medida en que la crisis se extienda todavía más de lo previsto.
Segundo, falta hacer algo en materia de inversión en infraestructura y puede y debe hacerse sin comprometer las finanzas públicas, sin fondos presupuestales. Tercero, desde ya mismo debe priorizarse el empleo, recalificando y recapacitando a los trabajadores que tendrán dificultad en volver a sus trabajos “de antes”. Deben repensarse las instituciones pre pandemia y asignarse más recursos. El “efecto COVID” se extenderá más allá de la crisis sanitaria.