OPINIÓN
“Que las verdades no tengan complejos.” Joaquín Sabina
Esta columna yla anterior (03/05/2021) intentan plantear algunos aspectos que considero relevantes en el debate sobre la redistribución de la riqueza y el ingreso pero que, por distracción o desconocimiento, son a menudo dejados de lado por quienes estamos de un lado u otro (1). Por ejemplo, aunque solemos ver a la distribución como si fuese en su totalidad determinada en el agregado (mediante políticas del Estado) lo cierto es que nuestras acciones diarias también constituyen factores claves.
Recomendar a un amigo para una vacante laboral, participar en voluntariado y elegir donde adquirimos nuestros bienes y servicios, afectan la distribución de recursos en la economía. En este sentido, si el Estado fuese un mero espectador, la distribución de riqueza obedecería solamente a la suerte y a las decisiones individuales. Cuando hablamos de redistribuir, seguramente sea el primer componente —el azar— el que más nos preocupe; y ese es el foco principal de estas notas.
La riqueza que poseemos es una combinación de lo que hemos heredado y de lo que hemos creado. Seguramente nuestro punto de vista sobre el reparto dependa de la importancia relativa de cada uno de esos aspectos. Es probable que simpaticemos más con esfuerzos que tiendan a distribuir lo que no fue producto del esfuerzo o de decisiones personales. Así, buscando reducir las condiciones iniciales y con la motivación en redistribuir el azar, muchos individuos justifican políticas como el impuesto a la herencia.
Ignorar incentivos suele ser el talón de Aquiles de quienes a menudo proponen esas medidas fiscales y Paris tendría una tarea muy fácil (2). Una cantidad no menor del esfuerzo y acumulación de riqueza que realizamos los padres y madres, se debe a que esperamos poder trasladarla a nuestros hijos. Si sabemos que parte de esa riqueza será confiscada cuando ya no estemos, no nos quedaremos con los brazos cruzados. Más allá de la obvia alternativa de realizar el traspaso de bienes en vida en forma directa, existen mecanismos más sutiles que son difíciles de legislar y que pueden tener efectos similares. Por ejemplo, los padres pueden ajustar otros márgenes y dedicarle más tiempo y esfuerzo a lo que se conoce como inversión parental (ayudar con los deberes, jugar, leerles, transmitirles conocimientos y aptitudes sociales, etc.). La motivación no es diferente a la que parcialmente estaba detrás a la acumulación de recursos: que nuestros hijos tengan una mayor calidad de vida y puedan disfrutar niveles de consumo (bienes, servicios u ocio) más elevados.
Esto no quiere decir que nos quedemos inmóviles al observar grados de desigualdad que distan de lo que consideramos aceptables. Sin embargo, sí significa que quienes están a favor de un Estado que ponga más esfuerzo en redistribuir, tengan presente que las buenas intenciones pueden ser ofuscadas si no se consideran incentivos básicos.
Por otro lado, los más escépticos de un Estado que activamente participe en la asignación de recursos con la intención de disminuir brechas en los desenlaces económicos, deberían considerar que la tal mentada “igualdad de oportunidades” es una quimera. Dimensiones ajenas a las decisiones de un niño como su talento, su entorno y su carga genética en general —que sabemos influye en atributos personales— son diferencias no observables que difícilmente se compensen con inversiones o transferencias del Estado (3). ¿Tienen las mismas oportunidades una niña que crece en un hogar donde por la noche se leen libros variados y otra donde únicamente se mira periodismo de espectáculo? ¿Cómo se corrigen esas brechas?
Debiésemos considerar lo heredado de forma amplia. Capacidades cognitivas, habilidades innatas para determinadas tareas (talento), la seguridad brindada por el entorno en el cual crecemos, también son legados importantes e igualmente son producto del azar. Más aún, ignoramos aún en qué medida la capacidad para esforzarse depende de características genéticas y del ejemplo que recibimos en nuestro núcleo familiar. En ese sentido, incluso lo puramente adquirido mediante el esfuerzo personal puede estar contaminado por aspectos que tienen poco de mérito individual.
Por otro lado, el relato sobre la evolución de la desigualdad muchas veces omite que ésta también puede verse afectada por incrementos en la brecha entre quienes son asalariados. “El desarrollo desarrolla la desigualdad”, escribió Eduardo Galeano en Las Venas Abiertas. Quizá por razones equivocadas, estaba en lo cierto. Sabemos hoy en día que una economía moderna produce servicios que, por su complejidad, requieren trabajadores con más capacitación. Esa demanda adicional hace que se incremente la prima por habilidades, lo cual aumenta la brecha de ingresos, entre los mismos trabajadores (4).
Sumado a esto, en muchos sectores existe una arraigada idea de que la distribución de riqueza y/o ingresos es enteramente un reflejo de las preferencias del gobierno de turno y que, en caso de haber cambios en ella, no tendrían costos para la población en general. En cambio, estudios recientes han mostrado que la integración comercial y fenómenos como el offshoring, pueden tener importantes efectos redistributivos.
La política fiscal no es la panacea. Aunque importante a la hora de asignar recursos, a menudo requiere un tiempo desde el planteo hasta su ejecución. La distribución de ingresos y de riqueza cambia constantemente y esto, combinado con rezagos, hace que las decisiones gubernamentales de gastos e impuestos afecten una distribución de riqueza que probablemente sea diferente a la que tenían en mente los hacedores de políticas. A su vez, impuestos que de alguna forma disminuyan las ganancias relativas de quienes han adquirido mayores niveles educativos, también reducirán los incentivos para la capacitación. Esto, en su turno, repercutirá en la capacidad productiva y puede suceder que la intención de disminuir las diferencias no haga más que dejar menos bienes y servicios a disposición de la población que justamente se quiso ayudar (5).
Sabemos relativamente poco sobre las causas de la desigualdad en nuestro país y sus implicaciones como para juzgar las intenciones de quienes no comparten nuestras posiciones. Siempre dejando extremos de lado, pocas conclusiones definitivas se podrán obtener acerca de la conveniencia de una medicina cuando se ignoran las causas de una enfermedad. El descuido en admitir las limitaciones de nuestro conocimiento puede hacer que, aún sin proponerlo, estemos disfrazando preferencias políticas o posiciones filosóficas como veredictos técnicos. Lo preocupante es que esto puede causar que se le de más ponderación a opiniones tan solo porque fueron dadas por una persona con un papel enmarcado en la pared. Seguramente contribuyamos a la equidad reconociendo que, en este debate, las distancias entre expertos y legos no sean tan grandes como en otras áreas.
“Estoy a favor de la igualdad de oportunidades,” suele ser un preámbulo para anunciar una posición algo agnóstica sobre el rol del Estado. “Me preocupa la desigualdad”, es muchas veces el equivalente para quienes prefieren un rol más activo del sector público. (Ambas frases se me hacen análogas a “esto puede causar cáncer”; cartel que quienes vivimos en California nos hemos acostumbrado a leer en sitios que van de lo obvio a lo inverosímiles.) Esos enunciados, por ser tan evidentes, son poco informativos; pero por algo consideramos útil la aclaración. El debate me parece mucho más llevadero si abrimos la posibilidad de que quienes no comparten nuestras preferencias, pueden sí compartir nuestras inquietudes más fundamentales.
Quiero agradecer a quienes me escribieron en forma constructiva (y, ya que tanto me han regañado, quiero aprovechar para aclarar que en su momento a mi hijo sí lo felicité, pero por su esfuerzo, no por el desenlace). Una motivación detrás de esas columnas es que pensemos juntos un tema que tiende a dividir aguas y que, acaso justamente por eso, suele ser redituable para quienes buscan ganar adeptos en las urnas; por eso estas columnas en épocas distantes a periodos electorales.
Todos tenemos nuestros sesgos, pero eso no quita que podamos ser honestos en la forma que planteamos y analizamos temas relativamente polémicos. Sin embargo, dialogar sobre esos asuntos requiere que aceptemos que individuos intelectualmente honestos, generosos y sin malicia, pueden discrepar sin que medien fallas de carácter. Como decía un vecino de la Cuaró (barrio de Rivera en el cual crecí) cuando nos poníamos algo inquietos: “Semos pocos; ¿pa’ qué pelearse?”
(*) Columnista invitado. Profesor Asociado en Robert Day School of Economics and Finance (Claremont McKenna College, CA)
1) Seguramente estaré pecando de lo mismo.
2) Para que no me corrijan: si nos basamos en lo que escribió Estacio y no Homero
3) Desde la recopilación que realizaron Bouchard y McGue en Science (por poner un punto de partida) a comienzos de los 80, mucho se ha escrito sobre el tema. Por ejemplo: Zwir, I., Arnedo, J., Del-Val, C. et al., “Uncovering the complex genetics of human character,” Molecular Psychiatry, Vol. 25, Pages 2295–2312, 2020; y Røysamb, E., Nes, R.B., Czajkowski, N.O. et al. “Genetics, personality and wellbeing. A twin study of traits, facets and life satisfaction”. Scientific Reports, Vol 8, 12298, 2018.
4) Herrendorf, B., Rogerson, R., Valentinyi, A., “Chapter 6 - Growth and Structural Transformation,” Handbook of Economic Growth, Vol. 2, Pages 855-941, 2014.
5) La posibilidad de que trabajadores capacitados se muevan entre países, tan solo amplifica estos efectos.