Es frecuente escuchar a referentes de las dos coaliciones que se alternan en el gobierno de nuestro país, decir o dar a entender que “con la macroeconomía no se joroba”. En particular, unos y otros asumen como un valor común, como una suerte de política de país, que haya un consenso supra partidario en materia fiscal, que lleva a que acá se es prudente y serio en esa materia.
Res non verba. Mientras tanto, los hechos parecen desmentir rotundamente semejantes definiciones. Unos y otros casi siempre tienen déficit fiscal y éste casi siempre sube en las segundas mitades de los períodos de gobierno. Nuestra verdadera regla fiscal viene a ser: “siempre déficit y más rumbo a las elecciones”. Las otras reglas, escritas y puestas en leyes, son pamplinas y en los hechos han resultado insuficientes para evitarlo.
Si vemos los últimos tres períodos de gobierno, desde que cesó el viento de cola insuflado por el súperciclo de los commodities, los resultados son claros. En el gobierno del presidente Mujica, que fue cuando cambió el viento, el déficit fiscal pasó de 1,0% del PIB en el primer año, cuando todavía soplaba, a 3,2% del PIB en el último. En el segundo del presidente Vázquez, promedió 3,7% del PIB y lo dejó en 4,4% del PIB. Y en el actual, del presidente Lacalle Pou, excluyendo el costo de la crisis sanitaria, en los primeros cuatro años promedió 3,5% del PIB y en los 12 meses a abril llegó a 4,2% del producto, además, aumentando considerablemente las deudas de la Tesorería con los proveedores (0,3% por encima de lo habitual).
Ese permanente déficit fiscal da lugar a la emisión de pesos, que son esterilizados mediante deuda pública que se emite a cambio de pesos y dólares. Ese gasto público excesivo con relación a los ingresos fiscales da lugar a una demanda de bienes y servicios que afecta el resultado de la cuenta corriente de la balanza de pagos. Por lo que, a veces y como ocurrió en 2023, se llega a tener “déficits gemelos” en los ámbitos fiscal y externo.
La entrada de capitales destinada a financiar el exceso de gasto doméstico (en este caso, del sector público) coadyuva al atraso cambiario que también es recurrente en nuestro país.
Esta es la verdadera política de país que constituye el denominador común a nuestros gobernantes. El déficit fiscal recurrente y, en consecuencia, el atraso cambiario. Esto sí es una cosa seria.
Recientemente, en una conferencia en Buenos Aires, el economista Ricardo Arriazu explicó que, en una economía bimonetaria, para que no haya inflación se deben estabilizar las dos unidades de cuenta: la moneda nacional y la moneda extranjera. La primera, dejando de emitir y la segunda, estabilizando el tipo de cambio nominal. Pero detrás de las dos está la situación fiscal. Si hay déficit fiscal no se puede dejar de emitir ni se puede tener superávit externo.
La nuestra, como la argentina, es una economía bimonetaria. Tenemos dos monedas en las que pensamos los precios y pagamos las transacciones. Y en las que ahorramos, aunque, notoriamente, lo hacemos más en la extranjera que en la nacional.
Además, en una economía bimonetaria, la tasa de interés en pesos debe mirar más al tipo de cambio que al nivel de precios. Es más relevante la tasa arbitrada a dólares que en términos reales.
Volviendo a Arriazu, en nuestro país se estabilizó el tipo de cambio nominal (en realidad se lo bajó) pero no ocurrió lo mismo con el nivel general de precios que, transitoriamente subiendo algo por debajo del 6%, volverá a esta magnitud que es, además, la de las expectativas.
Estamos en un año electoral y es tiempo de propuestas. Unos y otros sacarán pecho con la conducta macroeconómica y la responsabilidad fiscal. Como si déficits de más de 3% o 4% del PIB la reflejaran. Hablarán de mantener la inflación más baja que en el pasado, que el esfuerzo realizado para tener ahora una (dos puntos) más baja que antes no haya sido en vano y, claro, que se deberá ver cómo recuperar la competitividad perdida.
Pero ningún programa hablará del equilibrio fiscal, que es el factor necesario para poder alcanzar esos objetivos. Es más, no se han visto propuestas de reducción del gasto público y sí de subirlo por razones siempre beneméritas, pero, eso sí, “sin subir impuestos”.
Por lo que, sólo podemos esperar más de lo mismo hasta que algún evento externo nos arrastre y nos lleva a corregir el tipo de cambio real en escalón, como en el pasado.
Y sobre la competitividad perdida, escucharemos algo muy correcto políticamente: “se deben hacer reformas que mejoren nuestra productividad y de ese modo ganar competitividad y bla bla bla”. Pero resulta que esas reformas, si es que algún día se hacen, tardarán en producir los efectos buscados. Las reformas estructurales no cambian las cosas de la noche a la mañana.
Además, nuestra competitividad es mala por dos razones: coyunturales y estructurales. Las coyunturales son cambiarias, justamente por las inconsistencias en las políticas económicas referidas en esta columna. Las estructurales, lo son por razones de fondo: Estado caro, mercado chico, vacas atadas. Ambas razones deben ser atacadas a la vez porque con resolver unas no se arreglan las otras.
Pero es en vano. No van a cambiar. Porque, aun cuando no lo sepan, están basados en una teoría equivocada: que tenemos una sola moneda, la nuestra, y que las políticas económicas juegan igual que en los países que tienen esa condición. Porque no están dispuestos a apretarse el cinturón. Porque para los políticos, más allá de palabras, los problemas nunca vienen de un gasto público excesivo, que en los hechos nunca baja. Y, por último, pero no menos importante, porque están convencidos de que lo hacen bien, que “son serios”. Una vez más, son más parecidos que diferentes entre sí.