OPINIÓN
Los eventos que estamos viviendo, han comenzando a mostrar las complicaciones que la escasez de recursos nos hace afrontar.
Acostumbrados a discusiones que involucran las transferencias entre personas con diferentes niveles de ingresos y de riqueza, estamos ahora en la disyuntiva de evaluar transferencias importantes de recursos entre distintas generaciones. Mas aún, nos enfrentamos a considerar, al menos implícitamente, cuántos recursos estamos dispuestos a sacrificar, como sociedad, con el fin de prolongar una vida.
Más allá de frases que intentan transmitir la idea de que no le podemos poner valor a una vida, la realidad es que, como sociedad, lo hacemos todo el tiempo y ya nos hemos puesto de acuerdo con que existe un límite, al que estamos dispuestos a sacrificar en cuanto a bienestar material, con tal de incrementar la longevidad de nuestros pares. Decir que debemos hacer todo el esfuerzo necesario para salvaguardar la salud de parte de la población, aunque simpático, es disonante con decisiones que hemos tomado.
Todos los días permitimos que miles de individuos se suban a medios de transporte que son inherentemente riesgosos. Implícitamente, al hacerlo, mostramos que estamos dispuestos a tener fatalidades con tal de beneficiarnos de las comodidades y el beneficio económico de métodos más eficientes que caminar.
Las regulaciones impuestas al subsidio de los medicamentos de alto costo son otro ejemplo. Podríamos mirarlo con ojos autocomplacientes, pero nada cambiaría.
Los planteos de posibles soluciones a la epidemia han mayormente ignorado un dilema relacionado —y fundamental— del balance entre recursos y mortalidad de la actual situación: como será el reparto intergeneracional. Las pocas discusiones sobre el financiamiento suelen abstenerse de importantes costos que, además de la deuda, le estamos imponiendo a los jóvenes.
La carga del sacrificio recaerá desproporcionadamente sobre jóvenes que están en sus primeros años en el mercado laboral y aquellos que aún no han ingresado. Existe evidencia de que quienes obtienen su primer empleo durante recesiones perciben, por un largo período, ingresos sustancialmente menores de lo que lo percibirían si la economía no se hubiera estado contrayendo cuando ingresaron al mercado laboral. Un prolongado período recesivo también afectaría a quienes ya están en el mercado de trabajo. Parte de la compensación que recibimos se debe al conjunto de conocimientos y habilidades que poseemos y éstas se deprecian. Estar ausente de nuestro oficio por un tiempo indeterminado tiene efectos que pueden ser significativos en términos de ingresos. Por capitalización, cuánto mas jóvenes, más grandes las pérdidas.
Un daño económico importante también haría más problemática la ya difícil situación fiscal. El país tiene varios déficits, el fiscal es tan solo uno de ellos.
Recursos que podrían dedicarse a actividades que mejoren, por ejemplo, nuestra infraestructura, no estarán disponibles. Si las actividades a las que se volcarían los recursos fiscales eran actividades productivas, el impacto en el potencial productivo del país será muy persistente. ¿Es justo y razonable que le pidamos a los más chicos (y a los chicos que aún no llegaron) que sacrifiquen de forma permanente muchas de sus posibilidades futuras?
No perdamos la perspectiva. Tenemos suerte de poder estar frente estas decisiones. A comienzos del siglo XX, la esperanza de vida en los países ricos rondaba 50 años. Enfermedades y males que afectan mayormente a la población de más de 60 años, difícilmente hubieran tenido espacio en la prensa. El problema que enfrentamos se debe en parte a que el progreso tecnológico y el crecimiento económico han posibilitado que un uruguayo que nace hoy tenga una esperanza de vida 7 años mayor a la que tenían sus padres de haber nacido en 1960. Nada indica que esta tendencia cambiará.
Los efectos colaterales de un mayor bienestar, implican que males que aquejan a los individuos relativamente mayores, dejarán menos recursos disponibles para los más jóvenes en países como el nuestro, con bajas tasas de natalidad. ¿Cuánto bienestar económico de nuestros hijos y nietos estamos dispuestos a sacrificar, para que podamos vivir un año más si ya tenemos 78? ¿Cuánto si ya tenemos 86? Dado que menos riqueza implica menos recursos para salud, la disyuntiva no es tan solo entre una carretera y una vida, es entre salvar vidas ahora versus salvar vidas en el futuro. Si nos abstenemos de esas cuestiones, cualquier debate sobre medidas sanitarias en torno a la epidemia, será por demás incompleto.
Cuanto más dilatemos la discusión de estos temas, menos herramientas tendremos a nuestra disposición y, en el proceso, corremos el riesgo de que la realidad nos imponga qué hacer. Mas aún: podemos terminar transformando en permanentes las secuelas de este shock transitorio. Medidas que no contemplen los costos económicos, ni cómo estos serán distribuidos, aunque reconfortantes, posponen el abordaje del problema subyacente. Estas son preguntas difíciles, pero éstas, siempre que no las respondemos nosotros, las responde la realidad. Y cuando las responde la realidad, nos damos cuenta que perdimos lo único que tenemos: el tiempo.
(*) Columnista invitado. Dr. en Economía, profesor en Claremont McKenna College (California, EE.UU.)