Para que un país tenga un ciclo económico favorable necesita buenas políticas, buena política y buena suerte. Ya me he referido a que la buena fortuna —un entorno externo favorable— no necesariamente acompañaría a Uruguay durante la segunda mitad de la década. Pero, ¿qué podemos especular sobre la calidad de “la política” tras el ciclo electoral y sus consecuencias sobre las políticas y la economía?
“Las próximas elecciones de Uruguay no generan incertidumbre entre los inversores”, suele escucharse. Ese es el escenario central validado hasta ahora en varios precios de mercado. El tipo de cambio ha fluctuado a merced de las paridades externas, el spread soberano (“riesgo país”) se mantiene cerca de mínimos históricos, los bonos en dólares han seguido subiendo y otros activos también se han revalorizado.
El consenso contempla el rechazo al plebiscito de la seguridad social y cierta estabilidad en políticas públicas a partir del resto de los resultados electorales (presidencial, composición parlamentaria y comicios municipales). Los partidos en el podio —aquellos con posibilidades de ganar— ya todos gobernaron, por lo cual no habría grandes sorpresas, suele plantearse. No se asumen refundaciones, ni giros radicales. Se fundamenta esa expectativa en la madurez política e institucional de Uruguay, la calidad de su democracia, la fortaleza de sus partidos políticos, la naturalidad de la alternancia en el poder, cierta predisposición a los acuerdos, varias políticas de estado y la institucionalidad para canalizar demandas.
Pero, siguiendo a Mark Twain, "siempre que estés con el consenso, es momento de hacer una pausa y pensar”. ¿En el quinquenio que viene podría ser diferente?
Por supuesto que lo sería si el domingo 27 de octubre se aprueba el plebiscito de la seguridad social. Representaría una gran disrupción política que modificaría completamente la agenda del próximo gobierno. Sus graves consecuencias económicas y sociales son difíciles de dimensionar, pero serían mucho mayores y extendidas que los meros efectos fiscales por bajar la edad de retiro e incrementar pensiones y jubilaciones.
Habría que agregar el impacto en la inversión, el capital humano (emigración) y el crecimiento potencial derivados de la violación de derechos de propiedad, la confiscación del ahorro previsional, la licuación del patrimonio de las administradoras, las consiguientes demandas contra el Estado, los aumentos tributarios requeridos para su financiamiento, la inexorable pérdida del grado inversor y otros efectos imprevisibles provenientes del círculo vicioso resultante. Desde el punto de vista económico sería mucho peor que la pandemia. Tendría mayor impacto y sería permanente.
Pero aun no aprobándose dicho plebiscito, un alto respaldo a la propuesta como sugieren las últimas encuestas, sería igualmente un problema político importante para el próximo gobierno. El PIT-CNT y los partidos del Frente Amplio detrás de la iniciativa quedarían con mayores cuotas de poder para enfrentar y negociar reformas y políticas que se pretendan concretar.
De ahí podrían emerger riesgos de gobernabilidad y de mayor conflictividad social, quizás en cualquier escenario.
Si gana el FA, por las tensiones que esa eventual alta aprobación del plebiscito generaría entre sectores moderados y radicales. Tensiones que podrían extenderse a otros temas.
Si gana la Coalición Multicolor, por las dudas de que se mantenga unida otro quinquenio y la mayor oposición derivada de la frustración e impaciencia desde movimientos sociales y partidos vinculados, que tomarían más protagonismo dentro del FA.
A su vez, peores serían los problemas de gobernabilidad si la torta crece poco por bajo crecimiento económico y se refuerza cierta puja distributiva.
Y justamente eso lleva a otro riesgo político: las características del liderazgo del presidente que sea electo. En un foro empresarial, el periodista Nelson Fernández planteó que, por primera vez en varias décadas, los candidatos presidenciales no son líderes de sus partidos, e incluso en el caso del Frente Amplio no fue él quien se lanzó a la carrera presidencial, sino que fue designado por su movimiento.
¿Cómo influirá esto en la definición autónoma de rumbos y estrategias? ¿Cuán permeable sería el nuevo presidente a presiones e intereses corporativos que suelen capturar ciertas políticas públicas? ¿Cómo arbitraría entre posiciones antagónicas dentro su respectiva coalición? ¿Cómo se manejaría en medio de un entorno externo desfavorable y posibles crisis?
En fin, un riesgo es una contingencia, o sea algo que puede suceder o no. Por definición, el consenso no los contempla. Ni los mencionados, ni otros que podrían emerger en los próximos años, tales como mayor fragmentación, extremos más fortalecidos, aparición de outsiders, menor predisposición a acuerdos y cierto deterioro de algunos valores democráticos. Todo lo cual podría afectar las perspectivas económicas.
Por lo tanto, si bien el escenario central 2025-2030 para la calidad de la política uruguaya sigue siendo más de continuidad, que de cambio, al “ritmo uruguayo”, los riesgos nunca deben dejar de enumerarse, ni de evaluarse. Ya habrá oportunidad de dimensionar sus probabilidades de ocurrencia e impactos económicos.