La última década muestra la consolidación de una realidad que requiere atención: el crecimiento económico de Uruguay se estacionó en un nivel bajo, confirmando un quiebre de tendencia descendente respecto a décadas anteriores. En efecto, la tasa anual promedio fue de 1.1%, cuando entre 1991-1998 y 2004-2014 fue del 4% y 6% anual respectivamente.
La explicación de esa senda descendente trasvasa periodos y aspectos coyunturales, donde se intercalan momentos de bonanza de precios internacionales extraordinarios con crisis inéditas, como la de principios de siglo o la pandemia, donde una vez transcurridos, el crecimiento promedio de nuestro país retorna a niveles promedios cada vez más bajos.
Sin dudas que ese comportamiento es síntoma de restricciones estructurales que aplacan la creación de fuentes de crecimiento nuevas, o donde las existentes encuentran frenos para su explicitación plena. El mejor desempeño durante la década del `90 pasada obedeció a la introducción de reformas que modernizaron la infraestructura, la desregulación de actividades y al ordenamiento macroeconómico que llevó a la inflación por debajo de un dígito después de décadas. Pasado el interregno de la crisis de principios de siglo, el crecimiento recuperó vigor por el juego simultáneo de un sistema productivo e infraestructura con margen para crecer, precios internacionales al alza de los productos de exportación, confirmación de la vigencia irrestricta de la ley y cumplimiento de los contratos que atrajo inversión directa extranjera, lo cual introdujo un cambio tecnológico en la agricultura y la cadena forestal.
La pregunta a responder es dónde está la fuga que ha desinflado nuestra capacidad de crecimiento potencial de largo plazo, estimada en el 2% anual. Nivel insuficiente para atender las demandas sociales insatisfechas y las aspiraciones de una sociedad que ya integró como derechos básicos una cobertura generosa de seguridad social, salud pública en su acepción amplia y la educación, cuya contrapartida para viabilizarlos es la disponibilidad de recursos genuinos, que solo provienen del crecimiento robusto y permanente de la economía. Sin esto, se arriesga entrar en una fase de inestabilidad que puede frenar aún más el crecimiento económico.
Esta peculiaridad es patrimonio común de toda América Latina, máxime cuando se la compara con países que han logrado salir del estadio de países de ingreso medio, para adentrarse cabalmente en el conjunto de los países desarrollados. Entonces, corresponde interrogarse qué no estamos haciendo para desembarazarnos de la llamada “trampa de los países de ingreso medio”.
Algunos países del sudeste asiático, Corea en particular, lograron superarla e integrarse al club de las naciones con altos ingresos. Ahí se constata que el crecimiento sostenido de la productividad total de los factores es la determinante clave para cambiarlos de categoría.
En ese proceso, la adopción del cambio tecnológico regenera constantemente las estructuras productivas, cuyo resultado es un aumento constante de la productividad total de la economía. Lograr entonces las condiciones necesarias para desencadenar un proceso de innovación y adopción de cambio tecnológico constante, tanto en la esfera pública como privada, constituyen una dimensión esencial de la mejora de la productividad global. Donde la eliminación de toda barrera de entrada en cualquier actividad o proceso, sea esta de origen administrativo o índole regulatorio innecesario, integran el conjunto de políticas claves a llevar adelante. Como complemento irremplazable, debe coexistir junto a la inversión física, un proceso intenso de inversión en capital innovador. Una forma de medirlo es considerar cuánto invierte cada país en investigación y desarrollo de tecnologías aplicadas (I & D) respecto al PIB. Ese indicador, según el Banco Mundial para el caso de Corea en 2020 alcanzó el 4,9% del PIB, en tanto que para Israel fue del 5,56%. En una comparativa mundial, el promedio para los países de la OCDE, América Latina y países de ingreso mediano bajo muestran niveles de inversión del 3,01%, 0,62% y 0,63% del PIB respectivamente. En Uruguay y Argentina ese indicador (0.45% del PIB) se ubica en los segmentos más bajos a escala mundial.
En paralelo, la oferta de talentos es otro componente básico para viabilizar el proceso. En el caso de Corea, la cantidad de personas dedicadas a la investigación y desarrollo de nuevas tecnologías es 4.8 personas por mil habitantes, en tanto que en América Latina ningún país supera el 1.1. Es decir, disponen cuatro veces más de investigadores dedicados a la innovación. En tanto que, respecto a la calidad de la fuerza de trabajo, 35% de la fuerza laboral de Corea posee nivel de estudios de bachillerato o superior, mostrando otra dimensión de la complementariedad de la educación como palanca que aumenta la productividad que promueve mayor crecimiento.
Estos comentarios pretenden actuar como disparadores para reflexionar sobre el potencial y las limitantes que muestra nuestro modelo de crecimiento. Donde la experiencia internacional muestra que los aumentos de productividad permanentes son una condición necesaria que se debe alimentar con políticas adecuadas. Nuestra matriz productiva en algunos sectores se ha modernizado, en particular los expuestos a la competencia externa. Sigue el esfuerzo para modernizar la infraestructura y la oferta energética. Pero los marcos regulatorios aún muestran falencias que limitan la competencia en algunos sectores o frenan los procesos de adopción de tecnología por la existencia de barreras a la entrada de nuevos participantes.
Pero por sobre todas las cosas, tenemos un déficit notorio en la inversión en investigación y desarrollo de nuevas tecnologías, la oferta de talentos y el nivel de educación de nuestra fuerza de trabajo cuando nos comparamos con países que han logrado romper la trampa de los países de ingresos medios. Algo que los contendientes de nuestro próximo evento electoral deberán integrar en sus propuestas para liberarnos de la trampa de los países de ingreso medio.