Con los hijos
Claudia Guimaré nos propone reflexionar y compartir herramientas para evitar comparar, etiquetar y tener falsas expectativas respecto a nuestros hijos
No saber poner límites, sobreprotegerlos, intervenir en sus peleas, confundir autoridad con autoritarismo, son sólo algunos de los errores más comunes que muchas veces cometemos los padres en la crianza de nuestros hijos.
En la columna de hoy, hablaremos de tres de los errores más comunes: compararlos, etiquetarlos y tener falsas expectativas respecto de lo que es esperable de ellos, para reflexionar juntos y compartir herramientas para evitar hacerlo.
Padres y madres los hay de todo tipo, pero lo que seguro no hay son padres y madres perfectos. No importa cuán maravillosa haya sido nuestra infancia o cual cálido el recuerdo que tengamos de nuestros padres educándonos y que por tanto tengamos un modelo claro a seguir, o si por el contrario nuestro mayor anhelo es nunca parecérnosles al educar a nuestros hijos e intentemos a diario concienzudamente ser mejores de lo que lo fueron ellos cada día.
En algún momento, algún día, en alguna situación, se nos escapa un comentario que luego nos mortifica, una amenaza desmedida que no suma, un rezongo demasiado subido de tono del que luego nos arrepentimos o algún adjetivo que jamás debiéramos haber dicho. Y es que si ser padres es difícil, intentar ser los mejores, es una tarea titánica.
Los niños no vienen con un pan debajo del brazo y menos con un manual de instrucciones, y quienes somos padres sabemos que como decía el poeta Antonio Machado, “se hace camino al andar”.
No sólo porque nadie nace sabiendo cómo educar a un hijo sino porque además, aun cuando uno tiene clarísimo qué tipo de padre o madre cree que va a ser, termina a veces sorprendiéndose para bien o para mal cuando la realidad le demuestra cuán lejos está actuando de ese modelo mental.
“Yo era una excelente madre antes de tener hijos”, oí una vez decir a alguien y todavía lo recuerdo porque nunca jamás escuché una frase que tuviera tanto sentido. Todos comenzamos el camino de la crianza con mil propósitos y certezas, como quien encara un viaje hacia un destino concreto y con un GPS que nos tira la ruta más directa rápida y eficiente para alcanzarlo, sólo para luego irnos perdiendo en un entramado de callejuelas sin sentido con peligros nuevos, miedos infundados y situaciones insólitas mientras la voz de la española nos grita al oído “recalculando, recalculando”.
Pero si bien cada casa es un mundo y cada padre y madre es único, hay errores comunes que se repiten muy a menudo y que aquí listamos para reflexionar al respecto e intentar evitarlos.
Compararlos con otros o con nosotros mismos
Hay un chiste en el que una maestra en plena clase le dice a un niño: “¿Por qué no puedes ser como Manuel? A lo que el niño responde: “Porque soy Pedro, maestra!”.
Comparar a nuestros hijos ya sea con otros compañeros, primos, amigos o inclusive con nosotros mismos cuando éramos niños, es una forma de desvalorizarlos que incluso si logra que cambien su accionar, definitivamente no educa en por qué vale la pena hacerlo.
Comparar a nuestro hijo con otro daña la autoestima puesto que le estamos diciendo que el otro es mejor, relativiza el amor de los padres ya que lo condiciona al accionar del niño en lugar de ser incondicional al transmitirle al niño que sus padres lo preferirían distinto, fomenta la competencia y pone el énfasis en ser como otros y no en ser de tal o cual manera, es decir, hay que ser como Manuel, no “generoso”, por ejemplo.
Frases como “mira cómo fulanito juega al fútbol, no te gustaría jugar como él?” o “ves como esa niña no llora cuando entra al cole? Qué van a decir de vos si te ven así’” o “pero si todos usan el pelo de esta forma, vas a ser la única que lo lleve suelto?” ponen el énfasis en hacer determinadas cosas por parecernos a otros, supuestamente mejores que nosotros, y por ende, alienta las comparaciones y la competitividad, al tiempo que desalienta el ser diferente.
Si lo que buscamos es alentar a nuestros hijos a una determinada acción, es mejor encontrar argumentos que tengan que ver con que a ellos les hará bien per se y sobre todo, desde su punto de vista. Ejemplo: “veo que tus amigos se están divirtiendo muchísimo jugando al fútbol, quizá a ti también te divertiría, por qué no pruebas?”
Y cuidado, que comparar para mal es tan malo como comparar “para bien” porque un niño acostumbrado a escuchar que siempre es mejor que el resto, es un niño condenado a sufrir horrores cuando no logre superar a otro algún día sin entender por qué.
Compararlos con nosotros mismos cuando teníamos su edad con frases como “cuando yo tenía tu edad ya viajaba sola en ómnibus, ya dormía en mi cama, no hacía estos berrinches o ya me sabía las tablas” sólo nos aleja de ellos y créanme que colocarnos como padres en un pedestal ante sus ojos, a futuro no trae consigo nada bueno.
Por el contrario, nuestros hijos tienen que vernos como seres de carne y hueso, que cometen errores y que no son perfectos y así cuando les pase algo, no tengan vergüenza de venírnoslo a contar porque no van a pensar que no los entenderemos porque a nosotros esas cosas jamás nos sucederían.
Etiquetarlos
Como hablamos en nuestra anterior columna sobre las etiquetas y el efecto Pigmalión, está científicamente comprobado que nuestras expectativas condicionan la conducta de nuestros hijos, por lo que al etiquetar a los chicos de forma positiva o negativa, terminas ayudando sin querer a que el niño actúe de esa forma.
Cuando le dices a tu hijo que Papá Noel le traerá juguetes te creerá. Cuando le dices que es tonto, celoso, malhumorado o un genio, también. Cuando comentamos con otro frente a ellos cosas como “Felipe es tan tranquilo! No sé a quién me salió Martín que nada que ver con él”, también los estamos etiquetando.
Y al hacerlo, sin darnos cuenta, estamos fomentando justamente esa cualidad de la cual nos estamos quejando, porque su cerebro, interioriza esta información y los lleva a comportarse en consecuencia. Muchos estudios científicos como el del Efecto Pigmalión, así lo demuestran.
Etiquetar en sentido positivo tampoco es bueno, porque les pone la vara muy alta, generándoles inseguridad y ansiedad o enorme frustración al no siempre alcanzar sus metas o porque la presión por seguir comportándose de la forma que es esperada de ellos, termina siendo una carga difícil de abandonar llegando a tomar decisiones importantes en la vida solo en función de cumplir con esas expectativas.
Por ejemplo, “yo siempre fui la responsable, no podía permitirme hacer lo que hacía mi hermana, así que estudié economía para continuar con el negocio de papá en lugar de arte que era lo que realmente quería”.
Para evitar esto podemos aplicar una simple regla: la buena o mala es la conducta, nunca la persona.
Sustituyamos el “eres malo” por “te estás portando mal” o el “sos una genia con las matemáticas” por “qué bien se te está dando resolver estos problemas!”. De esa forma halagamos, pero sin etiquetar de forma definitiva ni definitoria.
Hacernos falsas expectativas
“El mío empezó a hablar al año!” “Estoy deseando que le empiece a gustar ir al ballet tanto como a mí!” “Este verano le saco los pañales!” Tener expectativas demasiado altas, específicas o sencillamente incompatibles con lo que en realidad es esperable en un niño, es uno de los principales motivos de conflicto para los padres, asegura Alberto Soler, psicólogo español especialista en crianza.
“No puedes esperar que los niños actúen como adultos –dice Soler-, es decir, que sean silenciosos, que estén tranquilos, que se acaben todo lo que tienen en el plato, que no quieran estar más rato en el parque, que no nos lleven la contraria... Los niños hacen cosas de niños y por muy cansados que estemos eso no hace que ellos tengan que dejar de comportarse como lo que son”.
Detrás de un niño que toca algo que le acabamos de decir que no toque, no hay más un científico curioso que un porfiado irrespetuoso. Vale la pena recordárnoslo a diario. Pero también nos hacemos falsas expectativas cuando esperamos que hablen al año, que coloreen dentro de los bordes a los tres y que aprendan a escribir a los 5.
Las ansias de ver en nuestro hijo a un potencial genio mundial nos hace estar permanentemente poniendo el foco en cuándo alcanza ciertos hitos de desarrollo en lugar de cómo lo hace y lo que es peor, permitimos que la sociedad nos imponga cada día tiempos más cortos por necesidades que nada tienen que ver con respetar su ritmo de desarrollo, como por ejemplo cuando los jardines de infantes pretenden que todos hayan dejado el pañal a los 3 años.
Pero también, hacernos expectativas de cuándo va a mostrar nuestros mismos gustos y afinidades por ejemplo, o nuestros mismos rasgos de personalidad, es otra trampa que sólo trae frustración a padres y a hijos.
Por más que sean nuestros genes, nuestros hijos son seres independientes de nosotros mismos y descubrir cómo son realmente es mucho más apasionante que tener una única versión de ellos como posible en mente. Verlos crecer y desarrollarse, transformarse en personas independientes de nosotros, no en nuestros reflejos o apéndices, es la verdadera aventura porque observar una flor con genuino asombro y curiosidad mientras se abre e ir descubriendo cómo resulta, qué colores tendrá, cuál será su aroma o la forma de sus pétalos, es mucho más apasionante que sentarnos a mirarla fijamente esperando que cumpla con las características que teníamos en mente.
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La socióloga uruguaya y especialista en marketing y comunicación es la fundadora de Mamá estimula. En el grupo que administra desde Argentina, comparte materiales educativos y soluciones para padres.
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