Mujeres
En su columna, Ana Laura Perez reflexiona sobre las supuestas bromas, verdaderos disfraces que usan los que quieren seguir lastimando.
"Es una broma, no seas amarga”. Era verano. Yo tenía 12 o 13 años y en el balneario donde mis padres pasaban sus vacaciones, tenía un grupo de amigos con el que pasaba horas y horas. Un día, mientras mirábamos a otros jugar al volley uno de los miembros más pequeños del grupo, un niño de unos 9 o 10 años, decidió tirar del soutien que unos días antes mi madre me había comprado y soltarlo sobre mi espalda. Las risas inundaron el aire. Sonoras, fuertes. La unica que no se reía era yo, que con la cara colorada, me acomodaba la la ropa. Me enojé. “Es una broma, no seas amarga”, me contestaron.
El martes 26 gran parte de la agenda informativa y del debate en redes sociales estuvo ocupado por un episodio en el que la edila del Partido Nacional en Soriano, Tatiana Loitey, denunció a su colega y compañero, Israel Acuña por filmarla con su celular mientras se duchaba durante un Congreso de Ediles de todos los partidos.
Es curioso entonces cómo Acuña, que fue remitido a la Comisión de Ética de su partido, se defiende y argumenta acerca de su inocencia. “Fue una broma”, dice y agrega: “En determinado momento llegamos al cuarto y subimos a las habitaciones. La de ella estaba pegada a la mía. Yo me entro a bañar, y escucho que en la pared pegada las compañeras estaban con música y duchándose. Yo, que soy de bromear, saco la mano para afuera por la ventana y digo: ‘Foto’”.
Pensemos por un momento que efectivamente los hechos ocurrieron como Acuña los relata. No porque yo le crea, sino porque la mayoría de los uruguayos y uruguayas estamos de acuerdo en que no se filma a una compañera de trabajo desnuda mientras se ducha. Ahí tenemos pocas dudas y muchas certezas. Sin embargo, cuando Acuña dice que fue “una broma”, los caminos se bifurcan.
Es una broma, no seas amarga. Repetida una y otra vez en los grupos de amigos, en el trabajo, en las salidas, en las redes sociales. Es una broma, inmediatamente después de comentarios sobre tu cuerpo, sobre tu vida privada, sobre el cuerpo y la vida de otras.
Es una broma, no seas amarga. Son los apodos que se inspiran en tu peso, tu contextura, tu vestimenta o, de nuevo, tu vida privada. Apodos que a veces se escriben en las redes o en las paredes de los baños.
Desde la infancia, una broma es que nos toquen sin permiso, que nos tomen el pelo en la mitad de un argumento, que nos griten desde un auto.
Dice la Real Academia Española, a la que se recurre tanto para defender el idioma de supuestos ataques, que hacer bromas es “recrear el ánimo o ejercitar el ingenio”. Nada dice sobre que hacer bromas sea ponerse un traje que nos permita hacer lo que a otros les hace daño. No agrega tampoco que las bromas sean un escudo en el que esconderse para seguir agrediendo, acosando, molestando.
Aquel día en Parque del Plata no me reí. Porque yo era el blanco. Pero otras tantas sí, me reí. Cuando otras eran el blanco. Me reí, festejé las bromas, los comentarios.
Me reí porque no quería ser la amargada, la que no entiende los chistes, la que corta la onda. Otras porque tenía miedo de que me dejaran afuera, que no me siguieran invitando. Me reí porque no quería ser yo el blanco.
Pero un día me sentí incómoda y no me reí. Después se me hizo costumbre. Otras habían dejado de reírse. Mucho antes que yo. Mucho después. Un día dejé de reírme y fui amarga.
Fui amarga y dije que no. Fui amarga y me enojé. Fui amarga y me quejé. Fui amarga y puse un límite. Fui amarga y no tuve miedo. Fui amarga y entendí que algunas bromas, no son bromas. Son disfraces que usan los que quieren seguir lastimando.
Periodista, Gerente de Producto Digital en El País, conductora de @relatostvciudad
Podés seguirla a través de su cuenta de twitter @PerezAnaLaura y en su blog el Lado B de la maternidad