VIAJES
Sofi Solari Adot nos cuenta cómo fue llegar a Brasil luego de un motor fundido, el robo de sus equipos fotográficos y una pandemia.
Durante muchos meses, Brasil fue el punto de fuga para nuestros anhelos. La visualización de liviandad. Un cofre que materializaba como el núcleo de una célula, nuestro sueño más profundo. La libertad. ¿Por qué uno se siente libre en Brasil?
Brasil es un país extraordinario.
El país más grande de Latinoamérica se convirtió en nuestro talismán y mantra. “Cuando lleguemos a Brasil, vamos a vivir en ojotas y traje de baño”. “En Brasil, te bañás con agua fría” “Se imaginan cuando acampemos con el motorhome sobre sus playas de arena blanca”. ¡Brasil!
Brasil, el país de la gente alegre.
Nuestro amuleto tenía mucha responsabilidad. Lo habíamos saturado de expectativas. Creo que ese fue el problema en ese enorme país. Brasil ocupa el 47, 3% de la superficie de América del Sur, eso determina que limite con todos los países de la región, excepto Chile y Ecuador.
En nuestro último día en Uruguay, recorremos 250 kilómetros de sonrisas acuareladas. Han transcurrido tres años. Tras haber dejado Argentina con el sueño de llegar a México, un motor fundido al mes del inicio de esta aventura, el robo de todos nuestros equipos fotográficos y una pandemia, aquí estamos los cuatro. Con la ilusión intacta, el corazón vivo y una identidad de familia consolidada. Es abril, el viento del Atlántico sopla suave y tibio. Nos alienta. Llegar a Brasil es mucho más que cruzar una frontera.
Al alba llegamos al Chuy-Chuí, la frontera más austral entre Uruguay y Brasil. Se siente como una primera vez. Todos los papeles están prontos. Sin embargo, nadie habla. Cosquillas en la panza. Manos transpiradas. Miradas de reojo. ¿Cuántas veces he sentido ese nudo en la panza a punto de cruzar una frontera?
Un lugar en el que hay que pedir permiso para pasar. Un limbo en el que el miedo flota, el alma se suspende y el aire se corta con tijera. Un espacio inerte en el que el tiempo se detiene y no hay movimiento posible. Una aduana es ese punto de fuga en el que la libertad se funde con el miedo. ¿A qué le teme?
Al límite que separa lo posible de lo imposible. Para nosotros, esta frontera no es solo llegar a Brasil, es ir más allá de nuestras propias creencias. Es decirles a nuestros hijos que no tengan miedo. Que un punto es un cierre, pero también el inicio de algo.Brasil es el único país de habla portuguesa en todo el continente sudamericano.
El agente de migraciones, tan serio, hace preguntas en portugués. Habla rápido. Nos cuesta comprender. Al fin, cuando el oficial levanta la vista de los papeles y sonríe, realizo la exhalación silenciosa más larga que recuerdo. “Parabéns. Bem-vindo a Brasil. Esperamos que vocé tenha uma boa estadía”.
¡Cruzamos! ¡Hola Brasil!
Estamos en Río Grande do Sul, en el extremo sur de Brasil. Es tanta la emoción que, nos expandimos por el logro, nuestras voces se pierden por el sonido del motor que ruge a todo lo que da y la ilusión se viste de ojotas y jugo de coco en la primera parada. Oli y Simón quieren llegar, pero se distraen con los carteles en otro idioma.
Aunque Mauri y yo estamos un poco temerosos por tantas recomendaciones de precaución en ese nuevo país, poco a poco nos vamos relajando. Abrimos las ventanas y nos dejamos invadir por el sentimiento de libertad. Ponemos música. Vamos a recorrer, a 60 km/hora, 970 km, desde Chuí (Estado Río Grande do Sul) hasta Florianópolis (Estado de Santa Catarina).
Brasil es un país tan grande que tiene trece ciudades con más de un millón de habitantes.
Pienso que cruzar las fronteras por vía terrestre tiene un condimento especial. El paisaje, los rostros, las viviendas, la vegetación, los animales, la vestimenta, todo se presenta similar al país que acabamos de dejar atrás. Si no fuese por los carteles en portugués, podríamos decir que seguimos en Uruguay. ¿Qué tiene entonces de especial? Lo imaginario que son los límites.
Los peques miran por la ventanilla, el viento los despeina. Están desconcertados. Se preguntan dónde están las playas de agua transparente y los pececitos de colores. Se sorprenden al ver la misma familia de carpinchos de Solís caminando por el costado del camino y los cientos de palmeras de butiá iguales a las del paisito.
Simón, a quien le encanta seguir el recorrido por Google Maps, nos cuenta que vamos por la ruta 471 y que todo eso que vemos a nuestro alrededor es la Estación Ecológica de Taim. Un área que preserva 230 especies de aves, 70 de mamíferos y 60 de peces. Se entretienen contando lagartos. Dibujan un rato, aprenden portugués en Duolingo, juegan a las cartas, ven dibujitos.
Ahora tienen que esperar. Brasil es grande, viajamos lento, y recién acabamos de cruzar la frontera. A medida que nos alejamos de esa línea imaginaria que trazamos los humanos para delimitar la idiosincrasia, nos acercamos a Porto Alegre para dormir entre gigantescos camiones en un posto o estación de servicio. Cae el sol. Llueve. Es nuestra primera noche en ese país.
Estamos felices, ansiosos, cansados, expectantes, hablamos portuñol y comemos feijoada en lata. Comienza un nuevo capítulo en esta historia de familia a la que nos gusta llamar: La ruta Feippe. Continuará.
Sofi es escritora y mamá de Olivia y Simón. Tiene una vida sobre ruedas junto a su familia @losfeippe. Es autora de la novela autobiográfica “No siempre fuimos nómades” y dicta el taller on line “Las palabras también importan”.
Podés seguirla en Instagram como @sofisolariadot y @losfeippe